MIAMI— Solo una leve brisa fría, no más; en Cuba nunca vimos nieve, ni libertad. Sobre todo en aquella Habana setentera de la adolescencia de Zoé Valdés, cuando era una aprendiz de la vida y tropezaba con la incomprensión del régimen en la isla. En ese lugar se ubica su reciente novela En La Habana nunca hace frío (Berenice, 2023), dedicada a “la jipangá”: los jipis y frikis habaneros.
Zoé, que fue parte de esa generación underground, de rechazados que enfrentaron la censura y los castigos de la revolución, cuenta, a través de Eva, la protagonista, sus propios tropiezos con el sinsentido y la incomprensión de esa etapa. Según confiesa en un momento de su novela, fue testigo del odio que fue escalando en el alma de los cubanos, “un trabajo perfecto de los comunistas”.
Un inicio y un final
El día en que dieron la noticia de la muerte de Fidel Castro me puse lo primero que encontré y salí del efficiency hacia las inmediaciones del restaurante Versailles, en La Pequeña Habana, a encontrarme con muchos cubanos que buscaban liberar con gritos y golpes de cazuela la amargura mantenida por tantos años. Esa extraña fiesta aquella noche de noviembre en Miami unió a varias generaciones de exiliados. ¿Cómo no íbamos a estar felices, nosotros, los que leíamos a escondidas a Cabrera Infante, Vargas Llosa y Zoé Valdés; nosotros, los del “artistaje”, a los que había que vigilar de cerca, los que estábamos “en cosas raras”?
Ese episodio de noviembre es recordado por el escritor y expreso político Regis Iglesias en su potente introducción a la novela de Zoé. Con aquel “¡Se partió el Fifo!”, Iglesias nos regala una especie de coda, de alivio merecido, de venganza consumada, justo antes de que la autora nos arrastre con su narración a ese pasado duro y animal de La Habana de los 70’.
Hay que destacar, por otra parte, el atinado gesto de la editorial al elegir el 25 de septiembre como la fecha en que terminó la edición del libro: el mismo día, en 1980, falleció el británico John Bonham, miembro de Led Zeppelin, uno de los mejores bateristas de la historia del rock.
I sit and watch as tears go by
“Tendrían que darles paredón a todos, fusilarlos sin miramientos”, le dice a Eva una agente castrista en el Hospital Militar de La Habana, mientras la primera se recupera de las heridas tras una golpiza por escuchar “música del enemigo” (en inglés). Con la garra emocional de haber vivido esa etapa del absurdo, la escritora describe la demonización de canciones de bandas estadounidenses o inglesas por parte de la cúpula revolucionaria, que implicó no sólo la eliminación de esos temas en radio y televisión del país, sino una cacería de brujas.
Todos los que fueran descubiertos escuchando a escondidas música “yanqui” en la emisora WQAM, aquellos cuyas apariencias fueran “extranjerizantes”, y sobre todo los que se atrevían a cantar esos temas prohibidos, eran víctimas del asedio y la discriminación social, además de castigos como la reclusión en campamentos de trabajo forzado o el envío a la guerra de Angola como carne de cañón.
La novela En La Habana nunca hace frío se lee como una película. Aunque ya lo es. Cómo olvidar escenas tan salvajes como las golpizas de los agentes de la Seguridad del Estado a los jóvenes que cantaban temas de Led Zeppelin y Rolling Stones; cómo no imaginar la expresión de macabra alegría de la actriz Ana Lasalle cortando pantalones beatlerianos y melenas frente al Cine Yara, en el Vedado; cómo no ver el rostro desencajado de un abuelo cuando se entera de que a su nieto, al que encarcelaron, al que le raparon la cabeza entre insultos, al que violaron y torturaron, murió en una guerra a la que no quiso ir.
El sufrimiento de los padres, de los familiares, es dibujado con hondura poética en la novela. Resulta conmovedor el episodio en el que los padres de Eva la buscan en la estación de policía, y sortean la precariedad del transporte en la isla, como perros regañados y tristes, para regresar a un hogar que ni siquiera les ofrece refugio.
La autora logra construir escenas fuertemente humanas donde la crueldad y la ternura se entrelazan. Zoé Valdés escribe desde lo sensorial; si no lo padece no lo narra. Todo cuenta, todo está vivo y es urgente: el roce de una chaqueta, el rasgar de las cuerdas de una guitarra rabiosa o las olas del malecón que se levantan para comerse a la ciudad o a una muchacha.
¿Qué les queda a esos jóvenes? Ron con trifluoperazina para enajenarse ante la angustia de que llegue la noche, otra vez, como siempre, y de que no cambie nada; un vacío en el pecho mientras en la radio se escucha el programa Nocturno, como una puerta a melancolías sin fondo.
“Éramos tan niños, y ya tan perseguidos y fatigados, huíamos hacia los lugares más improbables”, escribe Zoé hacia el final. ¿Con qué soñaban esos jóvenes? Algunos dejaron de soñar. Muchos querían escapar. Y la historia se repite hasta hoy, con distintas capas de hastío.
La novela En La Habana nunca hace frío es un golpe contundente de tristeza y de amor. Es una ventana a ese boom del rock cubano y vetado de los años 70, ese que conocimos después, cuando les fueron abriendo ciertas puertas, no sin recelo.
El libro se articula también como una gran venganza, un homenaje a tantas almas pisoteadas, donde se podrán ver reflejados todos los que alguna vez han pagado el precio de ser libres.
Más sobre la autora
Zoé Valdés (La Habana, 1959), escritora de poesía, novela y guiones cinematográficos, ingresó en la Facultad de Filología de la Universidad de La Habana, y entre 1984 y 1988 formó parte de la Delegación de Cuba ante la Unesco en París. Tras regresar, comenzó a ganarse la vida como guionista y luego fue subdirectora de la revista Cine Cubano.
En 1995, invitada a unas jornadas sobre José Martí en París, pidió asilo político. Sangre azul fue su primera novela, género que más ha cultivado aunque sin abandonar la lírica; ha editado también literatura infantil. Entre sus galardones destacan el Fernando Lara de Novela por Lobas de mar, el Azorín por La mujer que llora y el Jaén de Novela por La casa del placer (Almuzara, 2019). Ha sido tres veces finalista al Médicis Extranjero en Francia, y del Premio Planeta con Te di la vida entera.
Fue redactora jefe de la revista de arte ARS Magazine (EEUU) y colabora en publicaciones como El País, El Mundo, El Semanal, Qué leer, Elle, Vogue, Le Monde, Libération, Le Nouvel Observateur o El Universal de Caracas. Jurado de prestigiosos certámenes literarios, además de escribir guiones ha codirigido un cortometraje —"Caricias de Oshún"— y ha sido miembro del Gran Jurado del Festival de Cannes. Su obra ha sido traducida a numerosos idiomas. En La intensa vida (Berenice, 2022) recogió parte de sus experiencias vitales.