Abordamos el último bus. Era mi primera vez en una actividad de estas dimensiones en Estados Unidos. Y luego comprobaría que yo no era la única en esa situación. Si bien en el lugar de salida había algunos rostros conocidos de la oposición política cubana, muchos de quienes se sumaron a la caravana eran como mi amiga y yo, emigradas recientes, con poco más de un año en la nación norteña, pero cada vez más conscientes de que nuestras familias y amigos se hallan vulnerables en la Isla, sobre todo en la última semana que la población salió a las calles de casi todas las provincias del país a pedir sus derechos.
Los mismos derechos que desde hace décadas reclama Jorge Luis García Antúnez, uno de los exponentes más notorios del presidio político en Cuba. Antúnez sube a una de las guaguas en las que viajan otros exprisioneros políticos, integrantes del movimiento Damas de Blanco y miembros de la Unión Patriótica de Cuba (UNPACU), organización que lidera desde Santiago de Cuba José Daniel Ferrer.
Luis Enrique Ferrer, hermano de José Daniel y también líder de la organización opositora, me explica el origen de la idea de la caravana. “A raíz de todos los crímenes de la dictadura contra nuestro pueblo decidimos que algo había que hacer. Y hace dos días empezamos a organizarlo. Hacían falta recursos para pagar los buses (…). Nos pusimos en función de todo eso, casi sin dormir, y logramos siete buses, gastamos casi 40. 000 dólares para estar hoy aquí. Trajimos como a 400 personas”.
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La noche anterior a la salida de la caravana, yo solo había logrado dormir tres horas. Como cada una de las madrugadas posteriores al 11-7, la incertidumbre y las constantes notificaciones de que algo grande estaba pasando en Cuba, me mantenían alerta y pendiente al teléfono, viendo videos en los que se exponen nuevas consignas a la vez que quienes se hallan en el epicentro de los pronunciamientos reciben tonfazos y hasta tiros de la policía uniformada de negro.
En esos días de zozobra con los nervios desbordados, marcaba números de familiares y amigos, intentaba chequear noticias que llegaban de todas partes.
Ya el viernes había más calma, el Gobierno cubano estaba restableciendo gradualmente el servicio de internet después de haberlo cortado en los días de las protestas en varias localidades desde Artemisa hasta Guantánamo.
Las noticias no eran nada halagüeñas. Un listado de personas desaparecidas y detenidas, en construcción, seguía creciendo, hasta alcanzar ahora la cifra de más de 500 nombres, incluso adolescentes.
En Miami, la llamada capital del exilio cubano, la gente estaba indignada. El propio domingo 11 de julio, la Calle 8 fue tomada por la comunidad cubanoamericana con pancartas y altoparlantes que denunciaban las imágenes de una respuesta represiva contra el pueblo, luego de que el gobernante cubano, Miguel Díaz-Canel, dijera: “las calles son para los revolucionarios” y “la orden de combate está dada”, con lo cual mandaba directamente a una parte del pueblo a enfrentar a quienes se manifestaban por hambre, libertades y falta de fe en un régimen que ya se extiende en el poder por 62 años.
Había sentimientos encontrados: la salida del pueblo a las calles para protestar masivamente, algo inédito en estas seis décadas, despertaba en el exilio emoción y esperanzas de que este finalmente “cayera”. También despertaba angustia por los que están sin armas y en manos del Gobierno cubano, un régimen que siempre se presenta como una especie de macho abusado por el “criminal bloqueo” de Estados Unidos, pero que abusa a su antojo de la población cubana.
Para el sentir del llamado exilio histórico, y de los emigrados recientes, la Calle 8 como escenario de solidaridad con los manifestantes de Cuba, no bastaba. La comunidad empezó a darse cita en el famoso restaurante Versailles y sus alrededores, mientras los ‘influencers’, músicos y políticos empezaron a proponer estrategias y acciones para hacer avanzar una agenda de ayuda o intervención humanitaria, en un contexto de crisis agravada por la pandemia y los más de 6 000 nuevos casos diarios de contagios que reportaba Cuba en el momento del estallido.
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No cerré los ojos en casi todo el viaje que me sumergía en la autopista interestatal 95; por la pantalla me llegaba información de contexto. Una petición en Change.org dirigida al presidente Joe Biden, al Congreso de Estados Unidos, a la Organización de Estados Americanos, a la Organización de Naciones Unidas, al Parlamento Europeo y a la OTAN, solicita intervención militar por razones humanitarias a la Isla. Acumulaba más de 424 000 firmas de las 500 000 que buscaba y era ya una de las peticiones más populares de la plataforma.
Con el llamado a la intervención, no todos están de acuerdo. Mientras Yessy World, los Pichy Boys, Alex Otaola y otros ‘influencers’ la proponen, algunos cubanos y organizaciones mantienen sus reservas, apelando a la historia intervencionista regional e internacional y el costo humano y político que tendría.
El Consejo para la Transición Democrática en Cuba (CTDC), en el que participa Marthadela Tamayo, es una de las organizaciones no afines a la intervención. La organización encabeza una campaña llamada Es la hora de la Solidaridad con Cuba que busca la “inmediata liberación y la amnistía a todos los presos políticos y de conciencia”. Ellos esperan una solución “sin injerencia extranjera alguna”.
No obstante, los simpatizantes de la petición de intervención entienden que puede que no haya otra salida si el pueblo cubano sigue en las calles, sin armas, y cada intento de grito es sofocado por órganos represivos. Sobre todo, en un entorno en que, desde la nación norteña, la respuesta política a las protestas y la violencia institucional y estatal avanzó de a poco: unos primeros tuits llamando a la conciliación nacional desde la cuenta de la Embajada de Estados Unidos en La Habana y una declaración la secretaria de Prensa de la Casa Blanca diciendo que “veremos cómo se desarrollan los acontecimientos en los próximos días y desarrollaremos nuestras respuestas políticas en consecuencia”.
Al día siguiente, el jueves 15 de julio, se anunciaron anunció cuatro medidas posibles de la Administración Biden: flexibilización de las restricciones a las remesas; flexibilización a la prohibición de viajes entre los Estados Unidos y Cuba; levantamiento de la designación de Cuba como “estado patrocinador del terrorismo”; y reactivación del Programa de Reunificación Familiar de Cuba. Estas medidas divergen de la línea de mano dura (sanciones, límites a las remesas y nada de “oxígeno a la dictadura”) que buena parte del exilio espera de Washington.
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Entre los participantes de la caravana de buses que por más de 14 horas surcaron el país norteamericano, las ideas de solución del conflicto cubano varían. En varios de sus carteles lo que se lee claramente es un pedido de intervención, si bien cambian los términos: unos dicen “que sea humanitaria”, otros exigen que sea “militar”. Apelan a que es un genocidio lo que está sucediendo en Cuba en estos días: uniformados reprimiendo a civiles desarmados y un gobierno negándoles el derecho a manifestarse pacíficamente.
Detrás de mí, va Olga Orihuela, una señora que nació en 1958 y emigró a los 20 años. Ahora tiene 62, una pierna que le falla y que va encogida por horas en el bus. Se ha atrevido a dar este viaje de 14 horas para “visibilizar lo que pasa en Cuba en estos días de protestas” y que “organismos internacionales miren hacia allá”. Se pinta los labios de rojo, antes de bajar del bus donde, además, me encuentro con una muchacha que estudió conmigo en la escuela primaria “Edison” y en la secundaria “Varona”, en La Víbora, un barrio de La Habana.
—¿Tú no eres del Varona? —le pregunto mientras hacemos fila para entrar a un baño en Georgia.
—Sí, ¿tú eres Betsy o Darcy? Desde que te vi me acordé —me contestó y convinimos en que nuestras caras no han cambiado mucho. Le aclaro que yo soy Darcy. La muchacha, en el bus, iba casi al lado mío (en los asientos al otro lado del pasillo). “Es la primera vez que me uno a una caravana así”, me dijo. Margue, esta joven cubana, tiene a sus padres y hermanos en Cuba y considera que “no podía estar ajena”. “Me enteré por redes sociales y vine con mi novio”, me contó.
Luego de atravesar los estados de Florida, Georgia, las Carolinas y Virginia, la caravana hace una parada a dos horas de Washington D.C. para que nos cambiemos de ropa, orinemos y comamos algo. Hay en la caravana varios jóvenes de una primera generación nacida fuera de la Isla o que emigraron a Miami a edades tempranas. Aprovecho para conversar con ellos, que se unen porque les duele Cuba. Jessica Espinosa, de Camagüey, dice: “estoy aquí para representar a mi país, en todo lo que está sufriendo, queremos apoyar a Cuba de la manera que podamos”. Mi amiga y yo nos pintamos nombres en la cara; a ella, con los muslos descubiertos, le alcanza cuerpo para mostrar otros nombres de mujeres violentadas durante o después de las protestas en Cuba.
Ya en Washington D.C. una muchacha levantará un cartel en el que se lee: “Cuban children are missing”. Mi amiga no lo sabe aún, pero al ver ese cartel, en ese contexto, va a pensar en sus amigos en la Isla y va a llorar. Alguien habrá de abrazarla.
“Nosotros los exiliados en estos momentos (tenemos que) principalmente presionar, presionar a como dé lugar… Presionar a los gobiernos a que se pronuncien, presionar al Vaticano, a todas las organizaciones internacionales, la ONU, la OEA, La Haya, que creo que sobran crímenes de lesa humanidad a estas alturas para condenar a esos tiranos”, dijo el manifestante Sergio Manuel Rodríguez Lorenzo.
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Como en un viaje interprovincial en Cuba, las personas se ayudan entre sí, se teje entre los caravaneros una relación de familiaridad. La muchacha que estudió conmigo reparte entre nosotras tres (mi amiga, ella y yo) un bocadito de helado. Y nos compartimos los cargadores para que nadie se quede sin batería. Todos tratan de permanecer informados.
El sábado, a las 2:00 de la tarde llegamos a la esquina de la embajada de Cuba en Washington D.C. Allí se unieron cubanos que desde otras ciudades y estados habían llegado también para manifestarse. Mientras la embajada proyectaba un repertorio de canciones de la banda sonora de la Revolución, los manifestantes respondieron con consignas como “Díaz-Canel asesino”. Cuando sonaba la canción de Carlos Puebla que dice que “llegó el comandante y mandó a parar”, los emigrados cubanos responden que (el Comandante) “está muerto”.
A pesar de hostilidades históricas, se vio un entorno respetuoso y participativo, donde cada persona defendió sus criterios con voz propia y carteles. Había allí, además, latinoamericanos de naciones como México y Nicaragua. Tres horas después, a las 5:00 de la tarde, los cubanos de la caravana y otros cientos se trasladaron hacia las afueras de la Casa Blanca, donde las banderas cubanas daban la bienvenida a personas de todas las edades y afiliaciones políticas.
En un momento de la manifestación, los presentes comenzaron a cantar el himno nacional cubano, con las banderas de la Isla ondeando frente a la Casa Blanca. Se presentaron en el lugar conocidos artistas de música urbana como El Micha, la Señorita Dayana, entre otros. En tanto, ‘influencers’ como los humoristas Pichy Boys, quienes convocaron a Washington a sus miles de seguidores, dijeron:
“Nos sentimos orgullosos de todos los cubanos (…) presentes, y eso es lo que importa. Creo que el gran mérito lo tienen todos estos cubanos que han venido de tantas partes del país a alzar una sola voz que sea más fuerte. Ellos son los que verdaderamente tienen el crédito”.
A una semana de iniciadas las protestas masivas en Cuba, la madrugada de este domingo encuentro frente a la Casa Blanca algunos jóvenes cubanos que gestionaron la organización y custodia de provisiones destinadas a los manifestantes: “Ver a todas las personas que están saliendo con hambre, sin comida, sin corriente, sin internet (a reclamar sus derechos) me removió y esto es lo mínimo que podemos hacer”, me dijo el cubano Alejandro Hernández, con un cartel colorido de fondo en el que se lee “SOS Cuba”. Explica que tuvo que dejar horas de trabajo, perderse el cumpleaños de su hijo y se refirió a las desavenencias con su esposa ante la decisión de irse a la capital del país y ponerse a disposición de los manifestantes.
Dicen los integrantes del grupo que, según los custodios, no ha habido una manifestación similar de cubanos en este espacio.
La analista cubana Mónica Fernández pronosticó este 15 de julio que “lo más probable es que Estados Unidos se mantenga observando” y haga públicos los resultados de la revisión de su política hacia Cuba solo cuando esté más estable la Isla.
Para el lunes próximo, cuando el Gobierno cubano espera celebrar la Rebeldía Nacional, está convocada otra caravana de cubanos a Washington. “Si Cuba está en la calle, nosotros también”, dicen los que no esperaron un minuto más y el fin de semana se presentaron en la capital bajo una misma bandera que llamaba la atención de los transeúntes y hasta de los choferes de Uber. Ondeó en brazos de emigrados de diferentes generaciones y oleadas que buscan una salida al conflicto de la Isla cuyo gobierno reporta solo una persona fallecida durante las protestas. Su nombre, Diubis Laurencio, de mi barrio, La Güinera, se borró de mi rostro en medio de la manifestación pacífica, pero quedó escrito en el mural SOS Cuba.
Sea cual sea la salida a este conflicto al que recientemente se refirió el Papa Francisco —pidiendo que los cubanos nos encomendemos a la Virgen de la Caridad del Cobre, que nos acompañará en este camino—, algo ha quedado claro: un sector considerable de la sociedad cubana ha devuelto al gobierno la frase con la que antes expulsaba a los “gusanos apátridas”: “No los queremos, no los necesitamos”; “que se vayan”.
Lo pienso de regreso a casa, mi otra casa, la de acogida, mientras avanzo en un camión de carga por la Interestatal 95. De vuelta a esta otra casa que no es ni será nunca mi casa en La Güinera, pienso en los regresos, una película que no se pausa en mi cabeza atormentada cuyo calendario marca 11 de julio. La fecha en que se rompió el círculo de “perfección” de un gobierno autoritario que a tantos ha negado eso: un lugar al que regresar.