Lo viejo ahora se tira a la basura. Ya no se arregla. Ya no se guarda. Ya no se espera. Este maltrato a la tradición queda magníficamente plasmado en el desprecio que el hombre moderno siente por el papel. Sin embargo, no podríamos ir demasiado lejos sin papel. Tampoco en lo que se refiere a las letras. Somos periodistas de prensa impresa o escritores, porque un día leímos, olimos, y palpamos esas noticias que nos hicieron vibrar. Porque madrugamos para hacernos con un ejemplar del diario. Y porque escondimos una hoja de árbol o el pétalo de una flor en un libro que nunca íbamos a leer. Desconozco el origen de tan extraña costumbre que acaba de venirme a la cabeza, pero nos pasábamos la niñez metiendo flores en libros viejos. Ahora en la madurez buscamos flores en libros viejos. Y quizá porque un día las guardamos, hoy las tenemos. Me pregunto cómo hará la generación-iPad para disecar las hojas de los árboles.
La urgencia nos empuja a lo digital. En lo periodístico, hace tanto tiempo que lo digital es el futuro que en cualquier momento se convertirá en el pasado, y entremedias a muchos no les habrá dado tiempo a hacer lo único importante, que es contar las noticias que alguien quiere ocultar. Cuanto más nos digitalizamos, más dudas surgen. Cuanto más sabemos sobre este universo inalámbrico, más ganas nos entran del apagón digital. De entregarnos a la brutal provocación de encender una vela, prender un cigarrillo, y abrir un libro.
En este nervio de cable, el periodismo se revuelve buscando aire. Hoy mismo han destituido en España al director de El Mundo, Casimiro García-Abadillo, tan solo unos meses después de la sonada salida del fundador de la cabecera, Pedro Jota Ramírez. La empresa, que ha nombrado a David Jiménez como director, enmarca el movimiento en la necesidad de un perfil digital en cabeza de uno de los diarios más importantes de España. A lo cibernético suma Jiménez la experiencia de veinte años en El Mundo y su corresponsalía en Asia y Oriente Próximo desde finales de los 80, o lo que es lo mismo, una especialización en periodismo internacional, que en el siglo de la globalización se ha revalorizado tanto como los sucesos de barrio de los 70. Lo de El Mundo es sólo el dedo que señala hacia dónde fluye la corriente en todo el planeta.
No tenemos, los columnistas, muy afilado el don de la predicción. Yo acostumbro a desmentir todos mis artículos, por lo que pueda pasar. No cambiar de opinión está sobrevalorado. En este tiempo en que la hemeroteca de las redes sociales está al alcance de un clic, la humillación pública de hacerlo se agiganta. Así que no dejaré pruebas de lo que pienso que va a ocurrir, si es un acierto o no apostar tanto por lo digital, o si El Mundo se convertirá en paradigma de una nueva generación de periodistas que irán, poco a poco, tomando el poder. En realidad, no creo en la edad ni para bien ni para mal, no creo en las generaciones, no creo en los canales, y no creo en nada de lo que se estudia en las facultades de periodismo, como fórmula infalible. Todo lo que tiene que ver con las letras y el periodismo puede encontrarse hoy, ayer y siempre en un par de artículos de Umbral, en una de esas crónicas de Hunter S. Thompson que jamás serán modélicas, o en un gesto en las cejas de Walter Matthau.
Quizá por todo eso, que las letras del siglo XXI viajen tanto en soporte digital no es razón suficiente para despreciar el papel. Sé que los treintañeros envejecemos fatal cuando nos ponemos a reivindicar el papel, pero todo sea contra esa corriente que cree que Internet y su obsesión por los aparatitos son un fin en sí mismo, y no una simple estación de paso, que mañana se verá superada por cualquier cosa. Si la prensa, si las letras, han de sobrevivir después de todo, más vale que encuentren la forma de viajar al tan prometido futuro digital sin soltar del todo el papel, sin perder de vista el mundo presuntamente obsoleto y la experiencia de quienes caminaron antes de que el planeta cayera en manos de un puñado de informáticos adolescentes. No por casualidad, la sabiduría popular considera que alguien ha perdido por completo el control de una situación cuando se dice de él que ha perdido los papeles.