MADRID.- @itxudiaz
MADRID.- Los escritores deberíamos tener derecho a permanecer en silencio de por vida. Seguramente ya hemos escrito todo lo importante que teníamos que decir, e incluso aquello que no le importa a nadie. Y si no, aguarden, porque es probable que estemos a punto de escribirlo.
MADRID.- @itxudiaz
Paso muchas horas al día sentado, escribiendo. Supongo que cada uno elige el modo en que quiere estropearse la espalda. Alguna vez probé a escribir de pie, para que los biógrafos tuvieran algo emocionante y enigmático que contar en mi biografía. Pero es como conducir de pie. Es divertido sólo hasta que aparece la Policía. O el muro de piedra. O el editor. O el jefe del periódico.
- ¿Qué haces?
- Escribo de pie.
- Eso ya lo veo.
- Y para qué preguntas.
- Porque no entiendo qué haces.
- Escribo de pie.
- Eso ya lo veo.
Y así durante horas. Al final, desistes. Porque discutir con el tipo para el que escribes es lo más sofocante del mundo, después de discutir con un lector sobre el contenido de alguna columna en la sala de espera del dentista. En realidad, creo que aún hay algo peor: discutir sobre ello con el dentista.
- Me parece una estupidez su última columna sobre la levedad del cacahuete.
- Ajá.
- Debería tomarse un descanso. Escribe usted demasiado y está muy visto.
- Ajá.
- ¿Es usted tan idiota como aparenta en sus artículos?
- Ajá.
- Me lo temía. A propósito, ¿le duele si aprieto aquí?
- ¡Ajá!
Los escritores deberíamos tener derecho a permanecer en silencio de por vida. Seguramente ya hemos escrito todo lo importante que teníamos que decir, e incluso aquello que no le importa a nadie. Y si no, aguarden, porque es probable que estemos a punto de escribirlo. No es lógico que además tengamos que interactuar con la gente. O peor aún, hablar por teléfono. Como enemigo de las comunicaciones telefónicas, soy un firme defensor del tam-tam. Y en esas noches de lluvia de invierno, que parecen expulsarnos a la infancia, también echo de menos el código morse. Añoro el relajante silencio al que obligan las transmisiones en morse. Es cierto que el destinatario ha de conocer el código para descifrar el mensaje, pero a diario millones de personas no pueden entrar en su correo electrónico por la misma razón y nadie parece inquietarse por ello. Además, la mayoría de esas personas han olvidado también el nombre de su mascota preferida; cima de todas las tragedias del siglo XXI.
Casi siempre que no estoy escribiendo, estoy leyendo. Y si no estoy haciendo ninguna de las dos cosas es porque estoy caminando. O en muy contadas ocasiones, jugando al fútbol. El partido de cada jueves me permite recordar perfectamente el momento en el que decidí que no sería futbolista, y que me dedicaría a escribir. Lo frecuento cada semana, no por hacer deporte, que mancha muchísimo, sino para recordar ese instante. Porque el escritor, como el periodista, nunca sabe muy bien por qué llegó hasta aquí, ni qué mal ha hecho para merecer esto. Y entonces conviene detenerse, saltar al campo de fútbol, hiperventilar un poco, y recordar de dónde venimos, por qué nos duele la espalda, y el nombre de nuestra mascota favorita. Que en mi caso es venezolana, de color dorado, y ha pasado al menos siete años en barrica de roble. Está muy bien porque en vez de sacarla a pasear, te saca ella a ti, aminorando el efecto de las clásicas lesiones lumbares del periodista. Y más aún del periodista que juega al fútbol una vez por semana.