viernes 14  de  febrero 2025
ANÁLISIS

Europa y los nacionalismos en la era de la globalización

El referéndum escocés y el proceso independentista en Cataluña han situado a la Unión Europea ante un nuevo escenario: la necesaria reforma constitucional de los modelos territoriales de algunos de sus Estados miembros

JUAN CARLOS SÁNCHEZ*
Especial

Resulta, cuando menos, curioso, el modo en que los movimientos nacionalistas han ido tomado fuerza y calando en las sociedades europeas en los últimos años. El proyecto europeísta, aquel que soñaba con la creación de los Estados Unidos de Europa, suena ya a fantasía. La UE ha traído ayudas, progreso y algo de solidaridad supranacional, pero no ha evitado que, ante las dificultades, los ciudadanos miren a las instituciones que tienen más cerca, como, en general, las personas piensan en sus familias cuando se encuentran en problemas.  

La separación de política y sociedad ha ido en aumento. La creciente brecha de confianza en quienes gobiernan ha alejado tanto a una y otra que la globalización, la supranacionalidad de Europa y los centralismos aumentan la sensación de soledad y desamparo. Una entelequia política en la que el ciudadano se siente pequeño, perdido, abandonado.

Tal vez por eso son los pequeños partidos nacionalistas los que se han posicionado mejor en las últimas elecciones europeas, aunque haya sido para reunirse después en grupos más que atomizados por razones de régimen electoral perverso, pretendiendo, al tiempo, apoyarse unos a otros para sacar adelante sus demandas extremadamente territoriales.  

Escocia y su referéndum, primero, y más reciente la amenaza rupturista de Cataluña con el resto de España, son dos claros ejemplos. Diez puntos tan sólo separaron a los secesionistas escoceses de la victoria. El ‘No’ venció, pero sería engañoso obviar que casi la mitad de los votantes -con una participación superior al 80 por ciento y cercana al 90 en algunas zonas-, prefirieron apartarse del Reino Unido y hacer su camino como un país independiente. Y esto mismo, en mayor o menor medida, con más o menos base histórica, posibilidades y recursos se siente ahora en Cataluña (en busca de un nuevo estatus que reconozca la identidad nacional de los ciudadanos catalanes y la consolidación de sus competencias de autogobierno), País Vasco, Galicia… Y también en Cerdeña (Francia), Narva (Estonia) Padania (Italia), Frisia (Holanda) Aaland (Finlandia) y tantas otras regiones en las repúblicas del Este.  

Seguramente sea más difícil separarse emocionalmente de lo que uno tiene más cerca; de su ciudad, su pueblo, su provincia… y cuanto más lejana se siente una institución y una bandera, más fácil resulta perder el vínculo, si es que alguna vez hubiese existido. En periodos de crisis, de dificultades y de desconfianza, las personas, la sociedad, se aferran a sus identidades y sólo el miedo les impide luchar por ellas. ¿Cuántos escoceses y catalanes habrán votado “no”, desoyendo su propio sentir, por miedo a las consecuencias de quedar fuera de Europa?  

Pero la distancia no es siempre cuestión de kilómetros. A veces, muchas veces, la separación la marca la falta de empatía, de confianza, de protección… Las instituciones se muestran cada vez más lejos de las personas, pese a que lo que se demanda a gritos, en las urnas y en las calles, es todo lo contrario.     

Lo ocurrido en Escocia y más recientemente en las elecciones del 27-S en Cataluña han convertido a la UE en un campo de minas. La acumulación de desequilibrios históricos ha puesto en jaque el ideal de una solidaridad paneuropea, que hace aguas frente a la obstinación de un diagnóstico de la crisis erróneamente centrado en el agravio comparativo norte-sur de una Europa post-imperial.  

La derrota del fascismo, la guerra fría y la latente amenaza nuclear contribuyeron a la creación de alianzas e instituciones para garantizar la protección a los estados y sus sociedades, formados a su vez por múltiples y diversas comunidades que, aunque heterogéneas y reivindicativas en los derechos que les asisten, no por ello son ajenas a la creación de un orden político estable, pacífico y legítimamente democrático.  

La saga de las idas y venidas respecto a los diferentes tipos de nacionalismos ofrece también un ejemplo revelador de lo difícil que resulta evitar los prejuicios y responsabilizar a alguien por los errores propios. A estas alturas, nadie duda que la utopía nacionalista, sin vocación de Estado, resulta una huida hacia el fanatismo y al ejercicio autoritario cuya deriva casi siempre es la defensa de los micro-estados inviables.  

Pero Europa no está dispuesta a escuchar. Y lo que es peor: olvida con demasiada rapidez los ciclos de su historia. De hecho, algunos analistas consideran que las inseguridades nacionales generadas por la reconfiguración de la geografía política actual, perecen hechas por estadistas políticos que tal vez desconozcan el alcance de sus despropósitos el día que a ellos les toque gobernar.  

Por ello, no es difícil sospechar que lo que ocurra en adelante en términos de integración en la Unión Europea va a determinar en buena parte la seguridad jurídica de cada uno de nuestros territorios. Pero eso dependerá de la capacidad de sus líderes de apostar por la unidad y por la diferencia. Quizá la equivocación se sostiene en el error de trasladar los componentes propios del Estado a las nuevas organizaciones supraestatales. Por lo pronto, algunas preguntas comienzan a ser frecuentes en la vida cotidiana europea: ¿cómo se concilian los nacionalismos periféricos con un eurocentrismo dominante?  

En esta misma línea de reflexión, el catedrático de Sociología, Ignacio Sotelo, advierte que “la Unión Europea no solo carece de instituciones democráticas serias sino que al no haber logrado apenas superar el status de una asociación interestatal de cooperación económica, en su liberalismo radical se ha revelado un factor coadyuvante en el desmontaje del Estado social, que una vez más queda de manifiesto en la política de austeridad que trata de imponer para salir de la crisis”  

Por su parte, no hace mucho, en un estudio de la Universidad de Pensilvania, concretamente,  de la Escuela de Negocios de Whartin, el analista Jacob F. Kierkegaard  concluía que los movimientos independentistas son "pequeñas versiones de la ruptura en la solidaridad dentro de la Unión Europea”, un fenómeno destapado, a su entender, por la crisis económica, ya que, estima,  los nacionalismos han existido siempre, aunque los vínculos de identidad nacional podrían haber quedado  reprimidos  durante  décadas por la paz y prosperidad en que “flotaba” Europa.  

Sin embargo, el temor a perder poder financiero frente a una serie de desconsideraciones, desigualdades y humillaciones políticas produce a veces resultados muy curiosos, como creemos sucedió en Escocia pese al petróleo. Una tendencia que podría explicar el hecho de que en España, como es el caso concreto de Cataluña y el País Vasco, la sociedad civil comience a elaborar formas locales de pensar la vida colectiva.

Lo correcto es aceptar el desafío. Con altura de miras, con celeridad, con solvencia, con políticas de Estado, y desde la legalidad y la legitimidad constitucional.

(*) Analista y consultor.

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