PARIS.- Desde que el año pasado el Gobierno francés decretara el estado de emergencia en todo el país a consecuencia del atentado de Niza, es difícil saber cuántos policías de paisano hay patrullando la capital francesa. Disfrazados de ciudadanos normales, se pasan horas en las esquinas tomando agua de Evian y Coca-Cola, con órdenes de disparar primero y preguntar después. Incluso, los que andan uniformados parecen gladiadores romanos protegidos con todo tipo de parafernalia militar y piden no ser fotografiados de cerca. “Solo con ángulo ancho”, solicita amablemente uno de ellos sorprendido vigilando una manifestación en la Plaza de la República.
Desde que la “célula de crisis” del Palacio del Eliseo decretó el estado de emergencia, los franceses parecen haberse habituado al alto nivel de seguridad que ha llevado a la colocación de aparatos de Rayos-X en casi todos los centros comerciales, tiendas, cines, restaurantes, monumentos nacionales y terminales de ferrocarriles y de metro. El pasado domingo, la Gare de L’Est, próxima del centro de la ciudad, estuvo clausurada durante horas a causa de un paquete sospechoso. Los franceses tienen una de las más recias leyes de seguridad en Europa.
La seguridad se ha incrementado aún más porque el país está abocado hacia una elección presidencial que se presenta muy reñida. El presidente François Hollande, que no va a reelección por su baja popularidad, está mucho más preocupado por la seguridad que por su futuro. París no es ahora, de ninguna manera, una fiesta como sintió en su momento el escritor norteamericano Ernest Hemingway. Los turistas no se interesan en “asaltar” el bar del Ritz, en la plaza Vendôme, como hizo el ilustre reportero en la liberación de París, sino en usar inteligentemente los pocos euros de que disponen. La vida está carísima en la Ciudad Luz, y prefieren considerar las baratijas propuestas por algún vendedor llegado del Magreb a precios que no les permiten a estos comerciarse hacerse ricos pero sí sostener a la familia que dejaron atrás.
El barrio de Montmartre surge así como una especie de mantra lingüística donde los empleados de los bistro pueden hablar español, italiano, árabe o algo más complicado que no da para distinguir entre el húngaro o el finlandés. Es precisamente esta amalgama que está ocupando la campaña presidencial y ha dividido un país que siempre tuvo orgullo en su tolerancia y ha sido terreno de refugio de generaciones de perseguidos. Marine Le Pen, la líder del extremista Frente Nacional, surge como la protagonista principal del rechazo a los extranjeros. Su idea la expuso de una forma brutal el lunes por la noche durante el primer debate presidencial. “Quiero que salgamos de la Unión Europea, quiero poner fin a la inmigración legal e ilegal”, afirmó.
No es una declaración para tomar a la ligera porque, como se encarga de recordar Jacques, un taxista de la ciudad, ella “puede no tener el apoyo en los grandes centros urbanos pero lo tiene en provincias. No es una mujer que nos represente a nosotros los franceses pero tiene arraigo. Es un peligro para nuestro futuro. Nosotros no somos así”, indicó.
La candidata derechista tiene un apoyo del 26%, según los últimos sondeos y está empatada con el candidato socialista Emmanuel Macron.
Los inmigrantes siempre han sido una parte importante de la fuerza laboral francesa y son parte ya de su cultura. “Ella los quiere sacar. ¿Si se van, quién va a trabajar?”, agregó el taxista.