El comunismo, el nazismo y el fascismo se sostienen en un mismo pilar: la mentira institucionalizada. Cada uno prometió redención —igualdad universal, supremacía racial o unidad nacional—, pero en realidad impusieron dictaduras que sofocaron libertades y sometieron a los pueblos al control absoluto del Estado.
El estatismo fue su herramienta común: un aparato que se erige como salvador mientras destruye la iniciativa individual y convierte a la sociedad en rehén de su propaganda.
Ese patrón no es cosa del pasado. Hoy vemos cómo se manipula la verdad para sembrar miedo y dependencia. Se difunden falsedades o se sueltan mentiras insostenibles.
La izquierda siempre ha usado la mentira como arma política: se exagera, se tergiversa y se repite hasta que la ciudadanía duda de lo que es real. Así, el estatismo se disfraza de protección, cuando lo que hace en realidad es perpetuar la subordinación al aparato estatal.
La lección es clara: comunismo, nazismo y fascismo demostraron que la mentira y el estatismo son inseparables. Y cuando esas mismas tácticas resurgen en democracias contemporáneas, disfrazadas de discursos sociales de mentira, como lo hace la extrema izquierda, debemos reconocerlas como lo que son: intentos de manipulación.
No se deje engatusar. El comunismo, al igual que el fascismo y el nazismo, no es de centro izquierda. Mucho menos de derecha ni tampoco es democrático.
La defensa de la libertad exige desenmascarar esas falsedades y recordar que ningún proyecto político que se sostenga en la mentira puede garantizar dignidad ni justicia.
Paul Sfeir
[email protected]