Todo el mundo puede en este día recorrer el camino hacia Belén. Cruzar el viejo puente, dar la espalda a la cerrazón del mal que encierra el castillo de Herodes, vadear las huertas y sembrados, y dejar atrás las posadas que aún se alzan en la arrogancia de sus puertas cerradas, la indiferencia y el desprecio que precede al gran acontecimiento de la Humanidad; las calles que solitarias y celosas no quieren esperar al Niño Dios.
Todo el mundo puede volver esta vez a ser niño, como aquella Navidad de los diez años, cuando nuestros ojos se agrandaban hasta el infinito ante el brillo rojizo de las aceras, frente a la silueta de los Magos en el horizonte de una cabalgata, o ante el escaparate de la juguetería, frente al castañero, asidos con la fuerza de toda una vida a la mano fría del abuelo. Cuando la noche decembrina nos conquistaba entre el miedo y el asombro, templando el pulso de nuestras emociones aún desnudas de vanidades, en esos días en que las estrellas eran vestigios del poder inconmensurable de Dios, a quien sentíamos también un poco niño, porque solo alguien inocente y divertido podría haber creado algo tan lúdico como el sistema solar.
Con la melodía aun no demasiado melancólica de un villancico, paseábamos la mirada frente a los misterios del Belén, que sin saber por qué, en la sencillez y la pobreza extrema del portal, nos llenaba el pecho de buenas intenciones, nos invitaba a ser mejores. Que entonces no teníamos miedo a abrirnos a la generosidad, y nos estremecíamos ante el poder de la reconciliación, esa que veíamos en los mayores, capaces de aparcar vicios y rencores por una Nochebuena, para sentarse a la mesa roja de las velas y la corona de adviento, en donde los abuelos nos daban la gran lección de ser, una Navidad más, los más niños.
Te asaltará la imaginación con historias y recuerdos de un tiempo, el de los diez años, en que los descreídos de la Navidad nos parecían solo un atajo de locos sin mala voluntad, pobrecitos incapaces de abrirse a la fuente de la plenitud, de la alegría y de la felicidad. Su amargura no nos conmueve porque al paso de los años solo el bien, pequeño o grande, deja honda huella en nuestros corazones, solo el bien nos hace cómplices de lo que de nosotros se cuenta en el Cielo, al otro lado de la eternidad, donde todos los días son Navidad, porque ha querido el buen Dios congelar el tiempo de la felicidad, como en una bola de cristal y nieve cuando reposa.
En el camino, pobre y ensombrecido, que recorren los pastores llevando presentes al Hijo de Dios, están las huellas de nuestros ancestros, en las que aún hoy podemos encajar nuestros pies, emulando la fe ciega y natural del niño, purísima y feliz como sus emociones navideñas, para asomarnos al gran misterio de la Creación, y dejarnos deslumbrar un año más por el silencio cálido de la cueva donde la Sagrada Familia se expone en toda su vulnerabilidad al hombre, sin rastro alguno de un Dios todopoderoso, vengativo y salvaje que aún muchos esperan, como para acallar sus malas conciencias, y mostrándonos al Niño del amor, que no nos desarma haciendo llover lava del cielo, sino sollozando entre pañales ante la mirada atenta de la figura humildísima de San José y la sonrisa cómplice de María. Es Belén. Siglo XXI. Fotografía del bien y la belleza. Símbolo de la sagrada bendición que Dios otorgó a la niñez, para que jamás el embrutecimiento de los hombres llegara a violar las paredes blindadas de su inocencia, por más groseros que puedan ser los males que cometa contra el resto del mundo; nunca insistiremos bastante en que Belén es símbolo de Dios, para que el hombre recuerde para toda su vida que el más poderoso y protegido a los ojos del Cielo es el niño.
Un año más, al ver la Navidad colarse por las puertas de mi hogar, que no importa el lugar porque el Belén se levanta en cualquier sitio en que esté nuestro corazón, me embriaga la extraña esperanza de pensar que quedan muchas cosas buenas aún por suceder, que nada estará del todo perdido mientras aún seamos capaces de poner de rodillas al niño que fuimos ante los pies del portal, vencida toda soberbia, agachada la cabeza, suplicando que, ante todo, vivamos enamorados del bien, la luz y la belleza, como en aquella lejana Navidad de los diez años y el corazón inmaculado.