No es un orden, es un desorden. Hay ahora mismo un ejército de analistas tratando de interpretar las razones profundas de Putin tras su irrazonable invasión a Ucrania. Nadamos en un mar de explicaciones estratégicas, geopolíticas, históricas, culturales, ideológicas y psicológicas, pero tal vez, cuando pasen los años (si sobrevivimos al susto atómico), muchos de esos razonamientos se desdibujen, dejándonos sólo la silueta de un hombrecito caprichoso y despiadado que, como tantos otros narcisistas, intentó pasar a la historia a cañonazo limpio.
¿Qué sentido tienen hoy para los cubanos las intervenciones de Fidel Castro en África? ¿Qué explicación trascendente se le puede hallar a los 15 años de presencia militar en Angola? ¿A las vidas inútilmente perdidas en aquel conflicto? ¿Qué es hoy en el internacionalismo proletario sino otro concepto hueco? Nada, salvo el ridículo napoleonismo castrista, explica tanto disparate.
La geopolítica como pretexto
Todas las fronteras políticas son una arbitrariedad geográfica. No es sensato irse a la guerra por cada reclamo territorial porque sería lo de nunca acabar, pues incluso las islas suelen tener desacuerdos fronterizos. Nadie está aislado del todo. En la década del cuarenta un comando de exaltados revolucionarios del partido auténtico desembarcó en Cayo Sal: un pedazo de piedra inhabitable en el banco arenoso de las Bahamas, y tras plantar bandera reclamó el inhóspito paraje para Cuba. El arresto de los “patriotas” provocó un conflicto diplomático entre los archipiélagos vecinos. Cuarenta años después una disputa pesquera con Bahamas fue resuelta violentamente por la aviación castrista que hundió con sus cohetes la patrulla Flamingo y ametralló a los hombres que se arrojaron al mar. Un monumento en Nassau recuerda a los cuatro jóvenes asesinados.
Fronteras, como ven, hay muchas, y las terrestres no coinciden con las marítimas, las aéreas, las comerciales, las radiofónicas o las mil y una frecuencias que se entrelazan en el espacio. Motivos para matarse podrían sobrar.
Los nacionalismos
En Cuba nos hicieron creer que nuestra posición en el mapa es tan privilegiada que las grandes potencias se la disputan. Pero en Panamá piensan lo mismo; y otro sinnúmero de países también se consideran el ombligo del mundo. Sobre supuestos de esta naturaleza se fundan y refundan los nacionalismos. Luego hay que sumarle supercherías tales como las mujeres más hermosas, los hombres más valientes, el cielo más azul, o en el caso de mis compatriotas el freudiano convencimiento de ser los mejores en la cama. ¡Qué todo vale para alimentar el ego nacional!
Nada de esto tuviera mayor importancia si no fuera porque los demagogos lo explotan a la perfección y escalan a conceptos más peligrosos como el del pueblo elegido, el destino manifiesto, la raza superior, el partido único, el dios verdadero, o la clase vanguardia. Convocando con igual fanatismo a la conversión espiritual, el expansionismo, la limpieza étnica o la lucha de clases.
Poco antes de declarar la guerra a Francia y Gran Bretaña, Benito Mussolini arengaba a las masas en la ciudad de Milán y les prometía que el siglo XX sería “El siglo de la potencia italiana, el siglo durante el cual Italia retornará por tercera vez a ser la directriz de la civilización humana”. Y la multitud rugía de autocomplacencia.
Esa evocación de un pasado glorioso es la misma que enarbola hoy Vladimir Putin para convencer a sus compatriotas de la utilidad de su locura expansionista.
No quiere decir que la identidad nacional sea mala per se, pero hay que diferenciarla de los nacionalismos desproporcionados, chovinistas y provincianos que tanto daño han hecho en el pasado y el presente. Una cosa es el patriotismo y otra el patrioterismo. En el contexto actual Putin es un patriotero y Zelenski un patriota.
Globalización vs globalismo
Una marcada característica del ser humano es la de imponer a sus congéneres no sólo un modo de vivir sino un modo de pensar. Eso y no otra cosa son las ideologías. Y son también una manera de encerrar la complejidad de la vida entre las cuatro paredes de ciertos postulados. Unas veces para liberar y otras muchas para aprisionar al hombre.
Algunos académicos consideran que globalización y globalismo no son necesariamente lo mismo, que la globalización es, en lo fundamental, un concepto económico y comercial, mientras el globalismo les parece una demoledora ideología política. Es curioso, pero parte de los argumentos esgrimidos hoy por la derecha contra el globalismo son los mismos que en la década del noventa empuñaba la izquierda contra la globalización, el libre comercio y todo aquello que etiquetaban con desprecio de neoliberalismo. Algunas ideas (sobre todo las malas) suelen migrar de un extremo a otro.
Los efectos de la pandemia y la guerra de Ucrania parecen confirmar los recelos de quienes en Estados Unidos reclaman un regreso a la autarquía económica (si es que alguna vez la hubo). La crisis de los famosos chips, el quiebre en la cadena de suministros, el alza de los precios del combustible o la potencial escasez de trigo son combustible para los partidarios de la autosuficiencia, para los enemigos a muerte de la interdependencia. Y aunque en casos específicos lleven razón, en general no la tienen. Y no la tienen porque un mundo interdependiente es un mundo más seguro. El comercio es un ejercicio permanente de entendimiento. Pero el comercio, como toda actividad humana, debe tener un marco ético.
El mal de fondo
De modo que el problema no es la globalización, o la interdependencia, sino la falta de ética. No es un dilema comercial sino deontológico. Porque cuando violas la ética en nombre del pragmatismo, terminas creando una dificultad pragmática. Las democracias no deben relacionarse con las dictaduras como si no lo fueran. O tratarlas como pares porque no lo son y por lo tanto no actúan con las mismas reglas del juego. Ese debería ser un precepto tan inviolable y elemental como el de no hacer negocios con un tramposo profesional. Pues, como indica el sentido común, no es recomendable relacionarse con los estafadores como si fueran un dechado de honestidad. Y eso es lo que ha hecho Estados Unidos al nombrar a Rusia y China como naciones más favorecidas en el comercio. Una peligrosa ingenuidad basada en la falsa creencia de que un poco de capitalismo, o de aire fresco, terminaría por abrirse paso y promover la democracia. Al final sucede al revés, que son las democracias las que terminan con las manos atadas. Y son los que se benefician de esos infiernillos laborales quienes cierran filas con el enemigo. O salen a combatir las sanciones. Sólo en casos extremos como el de la invasión a Ucrania se logra un consenso. Habrá que ver por cuánto tiempo.