España debe permanecer unida bajo dos garantes fundamentales: la Constitución y el diálogo. En ese orden. Se paró el desastre de una declaración unilateral de independencia de Cataluña y no precisamente gracias al sentido común de dos contrarios en litigio. Se paró porque dibujar fronteras sobre el artificio de dos bandos es crear abismos sin fondo.
La sociedad española ha demostrado pujanza. Demostró que el discurso y los comportamientos nacionalistas son innecesarios. Quizás el discurso del rey Felipe VI de España, la masiva demostración de días recientes a favor de la unión y la decisión de varias empresas de sacar sus sedes de Cataluña hayan puesto un freno al liderazgo separatista.
Finalmente la palabra diálogo ha sido subrayada en una conversación de sordos y casi, in extremis, los efectos de la declaración de independencia han sido suspendidos.
No es la sordera lo que se les reprocha al gobernante catalán y al jefe de Gobierno español, sino el olvido de lo que representan como instituciones de servicio público. Ambos tenían la responsabilidad de entenderse, como tenían la obligación de hacerlo bajo la legitimidad de la ley.
La conciencia de su representatividad les llegó de golpe con los sucesos lamentables de la jornada de votación y con las reivindicaciones viscerales de los españoles que no renuncian a un país unido.
Después de la hora de las divisiones, hay que volver al punto en que ambas partes se reconozcan mutuamente. Entre las secuelas permanentes que dejan los nacionalismos está la negación del otro.
El pueblo español ha demostrado ser ostensiblemente plural y maduro. Las posiciones marcadas en la calle han sido las que se disputaron un pulso que debió ser saldado o en las urnas o en la sabiduría de las mesas redondas. La única dimensión que abarca la totalidad de los argumentos, de los discursos, es el diálogo.
España debe permanecer unida porque esa es una de las grandes libertades que su constitución expresa.