Prefiero recordarlo en la escuela al campo de 1980, nuestro último año de preuniversitario. Él solo, en la orilla del frente, colgado del cable de acero que atravesaba el rio, a sabiendas que desde el otro lado nosotros, sus amigos, estábamos tramando sacudir la línea justo cuando estuviera en el medio del trayecto.
Era el más alto del grupo y se veía ridículo mientras le zarandeamos hasta que cayó al agua. Se reía, pero nos amenazaba con arrollarnos cuando saliera, nos obligó a correr hasta el campamento.
De aquel momento nos quedan las fotos que tomaron los padres de Tito y Toto: posamos masticando, comiendo las postas de pollo que el matrimonio había traído para sus hijos pero que sin importar lo difícil que “estaba la cosa” no dudaron en compartir con toda la pandilla. Iván destaca por su tamaño y camisa militar reciclada como ropa de trabajo. Era un buen tipo, quizás de pocas luces, pero muy valiente y suertudo con el bando femenino.
La ultima vez que nos vimos estaba a punto de partir para Angola. Preocupado porque le quedaban 24 horas para despedirse de sus tres mujeres, “de esta no salgo entero”, me decía refiriéndose a ellas y no a la guerra en la que estaba punto de meterse de a lleno.
Las tres novias se le unieron finalmente para recibirlo a su vuelta de África, vino en una cajita. Absurdo que él, tan alto, se viera reducido a semejantes dimensiones.
No me resigno a que Iván quede olvidado, transformado en una estadística, una pieza más de ese rompecabezas que se inventó Fidel Castro para meterse en África y jugar al Alejandro Magno, todo por conseguir su foto en la página de la enciclopedia ilustrada con que siempre soñó.
Iván fue uno de muchos a los que les troncaron la vida en ese viaje a ningún lado, condenados a ser parte de un error, una derrota escondida en la tergiversación de la historia a que nos tiene acostumbrado el régimen cubano, miles de muertos que solo fueron útiles para que los dirigentes angolanos de entonces se convirtieran en los capitalistas millonarios de ahora.
Cuarenta años después los miembros de la pandilla nos reunimos en casa de Andrés Nuviola, aquí en Miami. Nos volvimos a retratar, en la misma pose de la foto original y guardándole el espacio a Iván.
Lo recordamos diciendo disparates, poniéndose violento cuando le contradecían y riendo, siempre riendo. ¿A qué hubiera llegado si siguiera vivo?, no sabemos, quizás no hubiera destacado en nada, pero tenía derecho a disfrutar su vida, a envejecer y recordar, como nosotros tantos años después, aquel día que nos persiguió, lanzándonos piedras y todo mojado por el chapuzón que le obligamos a darse.