El pasado 30 de mayo, los representantes ante el Consejo Permanente de la OEA realizaron una jornada de reflexión acerca de la Carta Democrática Interamericana. Sorprendió que el embajador del Uruguay, cuyo gobierno es modélico y de los pocos bien afirmados sobre los elementos contenidos en aquella, dijese que era pertinente abrirle compuertas al debate sobre su reforma; misma que ha pedido Gustavo Petro, desde Colombia.
Han pasado 20 años desde la adopción de la Carta y cree aquél que existen diferencias sobre su contenido – lo que mucho le preocupa al presidente Luis Lacalle Pou y así se lo hace saber a Lula da Silva recientemente – tanto como su aplicación deja mucho que desear. No por causa de la OEA, como cabe precisarlo, sino por la falta de voluntad de sus gobiernos.
El embajador no atina a precisar el origen de la Carta, que es vertebral al sistema interamericano y se lo preguntaba a sí, sin saber que lo fue, en efecto, la «degeneración democrática» impulsada por el gobierno peruano de Alberto Fujimori. Éste, democráticamente electo y a la sazón con una lista de casos pendientes ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, se vuelve un desembozado dictador civil.
He aquí, entonces, la cuestión de fondo.
Los falsos demócratas, para sostener sus teatros de infamia sujetan como en Bolivia, El Salvador, o Venezuela – y como se lo intenta en Colombia – a los fiscales y jueces para que le hagan decir a la Constitución lo que no dicen y así purificar, mediante sentencias y a través de un fingido Estado de Derecho, lo que son desviaciones o abusos de poder que acaban de raíz con la democracia. Así, todavía reclaman la reforma de una Carta que no es inédita y sólo preserva, actualizando su parte adjetiva, el patrimonio intelectual democrático interamericano a cuyo acatamiento se resisten.
Los órganos políticos de la OEA han tamizado el deshacer antidemocrático de las dictaduras del siglo XXI, como las califica el expresidente Osvaldo Hurtado, y cuando, a partir de 2001, los secretarios generales César Gaviria (1994-2003) y Luis Almagro (2015-2025) les intiman a dar cumplimiento a la Carta, son lapidados. Evadir la salvaguarda democrática colectiva e interamericana ha sido, en fin, el desiderátum de no pocos gobernantes latinoamericanos.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha hecho de la Carta, antes bien, una fuente vinculante de sus dictados. La ha asumido como interpretación auténtica de la Convención Americana de Derechos Humanos que la rige y sigue aplicando en los casos que conoce. Ha desafiado a quienes desde la burocracia diplomática la tachan de insuficiente o de superada, o necesitada de algo más, evitando resolver sobre su cumplimiento.
Como actualización de los estándares democráticos proclamados por la Declaración de Santiago de Chile de 1959, adoptada ésta cuando América Latina sale de la esclavitud de las repúblicas militares, la Carta apenas frisa 20 años. A su tenor la democracia ha mudado en derecho de los pueblos, dejando de ser un simple instrumento para la formación del poder. Al igual que ayer es condición para participar de la OEA, a la luz de esos mínimos que se banalizan al pedirse – engañando con verdades, lo diría Agustín de Hipona – que la mirada se centre más en los derechos de los desposeídos. La fiscalización de la legalidad de los actos de los gobiernos por los jueces, la alternabilidad o proscripción de la perpetuación en el ejercicio del poder, la prohibición de las proscripciones políticas, la libertad de expresión y de prensa, y el pedido de estructuras económicas que ofrezcan condiciones justas y humanas para la población, son, al cabo, principios inexcusables, pues son los que protegen sobre todo a esos excluidos.
A la Carta se la posterga arguyéndose ser no vinculante – lo dice Jimmy Carter – o por respeto de los asuntos internos – según José Miguel Insulza o Hugo Chávez Frías – u oponiendo la urgencia de una segunda carta que defienda lo social y se dicta en 2012, a saber, la Carta Social de las Américas, a la sazón impulsada por la dictadura venezolana.
El despropósito deconstructivo de la democracia sigue en pie, ni que dudarlo. Se le demandan condiciones que ya son su esencia, para oblicuamente justificar con estas a las cobardes autocracias de América Latina. Tras el anuncio de promover la justicia social y el desarrollo con equidad creen estas dejar de ser tales o más gravosas, por el bien que afirman procurar. Lo sostiene Nayib Bukele. Fidel Castro y a Augusto Pinochet eran más auténticos.
Mientras la Carta Democrática, en los hechos, sigue en el congelador, la Carta Social en cuestión no hizo sino adelantarnos el catecismo ruso-chino constante en la Declaración Conjunta sobre las relaciones internacionales en la Era Nueva y el desarrollo sostenible global, de 2022. Cada Estado, como lo predican uno y otro texto debe promover y lograr progresivamente la plena efectividad de los principios y derechos económicos, sociales y culturales a través de las políticas y programas que considere eficaces y adecuados a sus necesidades, de conformidad con “sus” procesos democráticos y recursos disponibles. El predicado es elemental.
La resolución de la pobreza será cuestión de tiempo, no exigible por los pobres. Estará sujeta a lo que cada gobierno pueda hacer, según “su” particular “proceso” democrático, el suyo, no el de los otros, menos el de una visión democrática compartida, como la que ha regido en América Latina desde 1948, por imperativo de la Segunda Guerra Mundial.
Cada vez que se solicita la reforma de la Carta Democrática Interamericana, a todas estas lo que se busca es conjurar la inmediatez de la libertad y la comunidad de ideales democráticos. Y si se trata de la Carta Social dictada para frenarla, los resultados de su aplicación están a la vista. Venezuela es un camposanto. Sus habitantes medran en la extrema pobreza, y sin derechos, pero Lula cree que se trata de una narrativa, de un cuento novelado.