lunes 2  de  septiembre 2024
RELATO

La máquina del tiempo

Yo viajo feliz, seguro de que después de esto no hay más “ná”

Diario las Américas | CAMILO LORET DE MOLA
Por CAMILO LORET DE MOLA

1985

Yovanny al timón, un chofer novato que le saca el máximo a un Fiat 125 argentino.

Desandamos la carretera sinuosa de Puerto Esperanza, un pueblo de pescadores al norte de Pinar del Río. Allí fuimos con nuestros remiendos de escopetas submarinas a buscar a los perros, no los de cuatro patas sino los de mar: Unos peces que se niegan a picar los anzuelos obligándonos a pincharlos entre los corales para disfrutar de sus carnes blancas. Pero el destino inmediato es una discoteca en el valle de Viñales, a donde vamos a pasar la noche después de horas metidos en el agua.

Hemos conseguido instalar en la pizarra del viejo auto una reproductora espectacular, una Blaupunkt que suena como de otra galaxia y Yovanny ha elegido un casete que le grabó Libán; (un socio que siempre está en la última), para estrenar el equipo.

Suena Purple Rain de Prince and The Revolution y con los primeros acordes nos metió en situación.

Era como drogarse, percibir a Yovanny enderezando cada curva, forzando el pequeño motor de cuatro cilindros, mientras las bocinas, a todo lo que dan, reproducen el tema, nuevo entonces, hoy un clásico.

Volteo al asiento de atrás y veo al Soto en éxtasis y al guajiro Aurelio Montano, el dueño de la casa donde pernoctamos, con las manos en las orejas y los ojos abiertos a reventarse, como que no le va lo de Prince y la velocidad.

Yo viajo feliz, seguro de que después de esto no hay más “ná”.

Disfrutábamos de un lujo elemental gracias a los cuatro pesos que conseguíamos vendiendo desde cigarros reempacados hasta botellas recicladas. Cuatro muchachos que salivábamos por adelantado con la posibilidad de llevar langostas a las mesas de nuestras casas, aunque todavía debíamos pasar las prohibidas colas, de una provincia a otra, camufladas en una caja de herramientas. Un artilugio mal elegido que terminará llamando la atención de la policía de tránsito por ser demasiado grande para un auto tan pequeño.

Inocencia juvenil en una noche cubana antes del periodo especial.

2024

Estoy en el lugar de moda de la Pequeña Habana de la calle ocho de Miami, y al encargado de la música se le ocurre ponchar el mismo tema de 1985.

Y vuelvo a viajar al lado del chofer, que otra vez es Yovanny dando timonazos, y atrás nuevamente, van Soto y su mal inglés, “fajados” con el estribillo, para sufrimiento de Montano.

Pero ¡oh realidad!...

Mi esposa me aterriza: “¡baja ese escándalo que no me concentro!”

Ella es la que conduce despacio, por las amplias e iluminadas carrileras que, en línea recta, nos devuelven a casa.

Celebro a solas haberme montado en la máquina del tiempo a razón de 39 años por minuto. Volví a ser el muchacho que olía a pescado, que creía que lo más grande del mundo era escuchar la guitarra de Prince en un equipo comprado en la bolsa negra, mientras mi amigo Yovanny improvisaba, a bordo del auto que su padre ocasionalmente le dejaba tocar, “salvándonos la vida” en aquella carretera oscura y llena de curvas.

Éramos tan felices e irresponsables, sin Rolex y sin panza.

Sin cuentas por cobrar y sin hijos…

Ya con la música baja entro a cavilar que tuvimos vida sin nuestros “locos bajitos” nacidos tan lejos de aquella carrera contra la miseria, quienes nunca tendrán que soñar con ese placer siempre ajeno y forzado a duras penas durante unos minutos de escándalo y velocidad.

En los hijos esta la razón por la que renunciaríamos a cualquier máquina del tiempo, al viaje a la semilla que nos propone Alejo Carpentier. Los hijos son realmente nuestro antídoto contra la añoranza. Nuestra lluvia purpura.

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