sábado 11  de  enero 2025
OPINIÓN

La profesión más hermosa

Vivencias que toman forma de relatos y conducen a la reflexión

Diario las Américas | CAMILO LORET DE MOLA
Por CAMILO LORET DE MOLA

Como una etapa de eterna zozobra, así recuerdo mis quince años como abogado en Cuba, siempre escapando de la persecución constante del régimen.

Tan pronto te subías al estrado por primera vez entrabas en la lista de los enemigos de oficio y la misión de los cancerberos era que pasaras de defensor a acusado al primer pestañazo.

Cuando finalmente escapabas, ileso o “arañado”, en el exilio te increpaban con absurdos como: “¿y en Cuba hay abogados?”, o “¿qué puede inventar un abogado en país donde no hay leyes?”, incluso llegaban a asegurarme que lo único que podíamos hacer como letrados era pedir clemencia porque de seguro ya la sentencia estaba concebida de antemano.

Ser abogado en Cuba era uno de los actos de mayor valentía que podías asumir como ciudadano común, siempre en desventaja a la hora de representar los derechos de tus clientes y los derechos tuyos como quijote privado en un país donde en lugar de molinos de viento se dictaban leyes por minuto, que como enormes edificios estabas obligado a derrumbar con tus pequeñas herramientas para ganarte la vida nadando siempre contra la corriente.

Todos los abogados cubanos cargamos historias de lo que era vivir en el filo de la navaja.

Recuerdo cuando me citaron junto al director de mi bufete y al jefe del municipio a que pertenecíamos al cuartel general de la seguridad del estado para amenazarme porque uno de mis clientes se negaba a ir al tribunal vestido como preso. El hombre plantado en sus trece, además, aprovechó el careo que organizaron para saltarse el guion y contarme cómo los instructores le aseguraban que en cualquier momento me tendrían preso junto a él. En ese caso la fiscal Edelmira llegó a pedirle a la corte que me encausaran por obstruir la investigación. Debo destacar la actitud digna de mi jefe inmediato, Janio Vega, quien después de defenderme a capa y espada me confesó en la calle, a la salida de Villa Marista, que todo el tiempo le temblaron las piernas.

O en el caso del Duke Hernández que mi victoria se convirtió en el leitmotiv para que todos los caminos se me cerraran. El pelotero orgulloso de mi desempeño quedó descolocado cuando al final del juicio le dije “huye que esto no termina aquí”. La realidad fue que yo también tuve que huir.

El pasado fin de semana, en un parque público de Miami, uno de mis colegas, Jorge Campos, volvió a organizar un encuentro de abogados en el exilio y para mí, participar fue como cargar baterías. Reconfortó escuchar las historias de profesores, profesionales del derecho y hasta auxiliares de bufetes que sufrieron en carne propia las vicisitudes de ejercer. Gente solidaria que nos protegíamos como gremio, como podíamos y que a pesar de los esfuerzos por fijarnos parámetros, degradarnos al número de registro del ministerio de justicia que nos asignaban, hicimos prevalecer nuestra condición de abogados, de tipos libres, aunque en una eterna angustia.

Con todo honor, yo, el letrado número 14046 del registro oficial del régimen, puedo asegurar que con todos los descalabros y sobresaltos vividos me siento un tipo orgulloso de haber ejercido una de las profesiones más hermosas y mal agradecidas que se pudieran practicar en la Cuba castrista.

“Hicimos lo que pudimos, siempre de león pa’ mono, pero de corazón”, me dijo la entrañable Maritza Mccormack profesora de varias generaciones a quien recuperamos por unos minutos a la sombra invernal de los árboles del Tropical Park.

“Al menos nosotros logramos escapar”, me dice Dulce Cardoso, otras de las que con su presencia alegró el encuentro, “heridos pero vivos” me dice ella que vivió en carne propia la represión y entramos a recodar la lista de los que cayeron en prisión, a los que le arrebataron el título o los que dignamente prefirieron pudrirse en una ergástula antes que renunciar al principio de honor de que un abogado se debe a su cliente, no a un sistema o a una dictadura.

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