viernes 19  de  diciembre 2025
OPINIÓN

La reversión del daño antropológico en Venezuela

Un análisis minucioso y normativo que plantea reflexiones y tiene en cuenta los dictámenes de la historia

Diario las Américas | ASDRÚBAL AGUIAR
Por ASDRÚBAL AGUIAR

Inminente como se aprecia el regreso de la libertad en Venezuela, transcurridas dos centurias y mediando ese inédito interregno de maldad absoluta aún imperante que le han negado su existencia a la nación, podría planteársenos resolver de mano propia sobre el hipotético daño antropológico que se nos ha irrogado a los venezolanos. No para presentarnos como víctimas, tal como nos lo advierte María Corina Machado, sino para readquirir la condición de sujeto histórico que se nos ha negado hasta el presente.

El asunto podríamos darlo por ya resuelto o inexistente, si acaso nos referimos a la perspectiva que sobre un daño de tal naturaleza tiene la intelectualidad cubana al explicarnos el por qué, tras casi 70 años de sometimiento, su pueblo no ha podido zafarse del estado de postración a que se le ha sometido por el régimen comunista.

El daño antropológico, así, hace referencia de modo concreto al “servilismo, el miedo a la represión, al cambio y la falta de voluntad”, observándose las consecuencias que van desde lo individual a la familia y la sociedad: “pérdida de opciones, baja reproducción, odio, rabia, reto, sufrimiento, duelo, incertidumbre”, refiere Ivette García Morales (El daño antropológico en la sociedad cubana, 2021).

Dos variables se esgrimen a fin de que pueda validarse la configuración de dicho concepto, según los cubanos y que ellos han identificado cabalmente. Son el resultado de una experiencia real, no posible o imaginaria, como “cuando la persona vive una realidad diferente a la que se le presenta; o cuando hay pérdida de autoestima, inmovilismo, desesperanza, falta de proyectos de vida, ineficiencia emocional, inhibiciones, etc.”

De ser así, incluso habiéndose repetido en Venezuela, al calco, las acciones cubanas de quienes detentan el poder para cercenarle al individuo toda capacidad para generar ideas propias, despersonalizándolo, poniéndolo de espaldas a sus valores propios e inherentes a lo humano, la lucha contra el régimen dictatorial bolivariano no ha cesado en los venezolanos; ha innovado, sí, aun cuando los resultados no hayan sido los esperados hasta llegado el 2023. La real cooptación o cosificación de nuestras gentes, en todo caso no ha pasado o avanzado más allá del estrato que forman las élites económicas y políticas que en el camino se volvieron funcionales al mal absoluto, los denominados alacranes.

Tras el empeño en dividirnos, encarcelarnos, matarnos, empujarnos al exilio, ciertamente que se llegó a un momento en el que “la esperanza se derrumbó”, como lo refiere María Corina Machado en el texto de su discurso para la recepción del Premio Nobel de la Paz 2025. “La posibilidad de un cambio se volvió una ingenuidad o una locura”, hasta que una circunstancia, podríamos decir que casual o trivial, como la de autogestionar unas elecciones primarias “desató una fuerza que cambió el rumbo de nuestra historia”.

A esta le ha acompañado el compartir los venezolanos, todos a uno, una utopía posible, realizable, que trasvasa a toda conjugación partidaria y a los diccionarios de la política, a saber, la unidad “en torno a un propósito sagrado: reunir a nuestras familias en sus tierras”. Y es que la migración – la pérdida poblacional de un 30%, equivalente al ocurrido durante las guerras por la Independencia y la Federal durante el siglo XIX, respectivamente – vino a trastocar lazos familiares y de afecto, causando dolor íntimo en todos; propulsándose así la posibilidad de que un acto de amor determinase la voluntad y la conciencia de nación. “El coraje venció a la opresión”, recuerda Machado.

El daño antropológico, por obra de un milagro, desapareció de la escena de los venezolanos. Es como si no hubiese existido entre nosotros, los de la diáspora hacia afuera y los de la diáspora hacia adentro, lo que radiografiaba como daño y con pertinencia Paola Bautista de Alemán, citando a Marai (Venezuela invertebrada: Un país para rearticular, 2021).

“La libertad no es un estado consciente y permanente, sino un afán constante por algo, y el lavado de cerebro aniquila ese afán en la conciencia de la víctima; quien ha sido tratado así un día despertará sin la voluntad de ser libre”, reza su texto. Mas, lo ahora cierto es que pueblo venezolano, tras más de cinco lustros de bombardeo revolucionario y de una perversa como pervertida hegemonía comunicacional de Estado, decidió traspasar a su reconocida resiliencia histórica, una vez como “autogestiona” desde sus casas, haciéndose de sus teléfonos inteligentes, la elección presidencial de Edmundo González Urrutia.

¿Cómo explicar este milagro que bien describe María Corina, por voz de su hija Ana Corina, ante su audiencia noruega?

Considero que, tras el exterminio de todo signo que revelase la importancia de la dignidad de la persona humana en Venezuela – como se hace, incluso desde 1999, bajo el dictado de la Constitución chavista – buscando deshumanizarnos, al término, según el giro de José Luis Barrios, autor de Gramáticas de la Injuria: Aproximaciones literarias (2021), “el dolor sentido por la muerte del otro” volvió a nuestro ser humano “más vulnerable”. Y como paradoja o aporía, como nos lo enseña dicho autor, que sigue a Judith Butler y ésta a Cristina Rivera Garza, “el duelo es indicador de vulnerabilidad y factor de cambio ético… y opera como el cimiento simbólico de una ética de la responsabilidad colectiva fundamentada en la experiencia de la contingencia humana”.

Es esto, en efecto, lo que ha ocurrido en Venezuela, cuando la nación, pulverizada y dañada en sus lazos de afecto más cotidianos – hermanos separados, nietos alejados de sus abuelos, esposos que ven migrar a sus hijos y se les hacen distantes – propicia sobre el dolor compartido la explosión de una corriente colectiva de amor que la amalgama para lo sucesivo. Hace determinante su voluntad de darle un giro total a la fatalidad.

Sea lo que fuere, no subestimamos la reflexión necesaria y pertinente respecto del daño antropológico, pues se vuelve necesaria y podría regresar por sus fueros si atendemos a la otra idea germinal sobre la existencia de ese daño; la de los alemanes de mediados del siglo XX, víctimas del totalitarismo nazi que fuera partero del Holocausto.

La banalidad del mal

Sobre la banalidad del mal discurre Hannah Arendt. Al referirse al daño antropológico apunta menos a la víctima que lo sufre para destacar lo inherente a los sistemas totalitarios, como el venezolano, a saber, su predisposición a despojar a las personas de sus capacidades para pensar y ser individuos, haciéndolas superfluas; las deja sin hogar, les horada el valor moral que le otorgan a los derechos como individuos o como ciudadanos, situándolas en el plano de la sobrevivencia. Les apaga los proyectos de vida. Y la misma corrupción, cuando anida como morbo y cuando de ella han usufructuado de manera preferente las élites y no solo los dueños del poder político, revela y es signo de la existencia de un daño antropológico cuando se la normaliza. El daño ocurre, justamente, cuando la verdad deja de jugar un rol preponderante en la vida que se le vuelve mentira y autoengaño al individuo, al punto que la misma mentira fisura el sentido de la libertad. Y es este, exactamente, el que han perdido, qué duda cabe, quienes aún, ante la inminencia del fin del régimen narcoterrorista y criminal venezolano todavía dudan sobre cual sería el mal menor.

Se esté o no de acuerdo con la realidad del daño antropológico progresivo y sistemático ocasionado a la nación venezolana desde 1999, lo innegable es que ella ha sufrido un trauma – que tiende a eludirlo, para no agravarlo – en la misma medida en que ha sido víctima de violaciones agravadas de derechos humanos, constitutivas de crímenes de lesa humanidad. Reparar ese daño habrá de ser la prioridad. El levantamiento de su memoria, ponderando en su realidad al mal absoluto como victimario y contrastado las afectaciones a las víctimas para fijarlas como verdad que pueda, en suma, ser justiciable, son las exigencias ineludibles para el ¡nunca más!

Acaso deba analizarse sin prejuicios ni dogmatismos, en igual orden y dentro del referido contexto, la cuestión del ostracismo, la del exilio en masa o la migración impuesta; pues de manera colateral al probable daño antropológico sufrido por el conjunto de los venezolanos, su concreción puede ser distinta o diferencial, entre quienes permanecieron en Venezuela y los que hubieron de abandonarla, desparramándose por todo el planeta.

La conciencia de nación propulsada como tarea por María Corina Machado con su histórica gesta, arrastrando tras su prédica reintegradora de las familias a los de afuera y a los de adentro, en hilo con ese dualismo escolástico que se mueve entre el dolor y el amor, no impide la pertinencia de los interrogantes a resolver. ¿Estaremos en presencia de dos Venezuela, la que está y la que llega?, ¿la que medró bajo la ejemplaridad del mal absoluto sufriéndolo a piel viva y de un modo directo, o la que lo ha padecido, desde la distancia, con sentimientos de orfandad a cuestas?

¿Unos, probablemente restarán atados a los mitos irredimibles de nuestra historia – el mito de El Dorado, el del gendarme necesario – mientras que otros, mal pudieron llevarlos en sus alforjas hacia el extranjero, para sobrevivir? ¿Venezuela habrá de acometer su fenómeno de reunificación, de suyo complejo, en los términos en que lo hizo Alemania tras la apertura de la Puerta de Brandemburgo, el 22 de diciembre de 1989, cuando los hermanos separados, los del oriente con los del occidente, se reencontraron?

“La paz es, en última instancia, un acto de amor. Y ese amor ya ha puesto en marcha nuestro futuro”, sentencia, al efecto, nuestra Premio Nobel de la Paz, María Corina Machado.

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