lunes 10  de  febrero 2025
UN HOMBRE EN LA LUNA

Lima me está matando

Comprendí que tenía que ponerme duro. Le dije que si no traía la camioneta, lo denunciaría a la Policía. Le propuse que me permitiese verla, constatar en qué estado se encontraba, para luego negociar el precio de recuperarla

Diario las Américas | JAIME BAYLY
Por JAIME BAYLY

Hacía tres años no venía a Lima. Mi última visita había sido a mediados de 2013, para presentar una novela. En aquella ocasión me acompañó mi esposa y nos pareció imprudente viajar con nuestra hija porque tenía apenas dos años y no queríamos exponerla a las fatigas de los aviones y los aeropuertos.

Entonces yo llevaba otros tres años largos sin visitar la ciudad en que nací (me había marchado, esta vez sí “para siempre”, a finales de 2010, cuando me despidieron de la televisión porque no toleraban más que tuviese tanta influencia política), había prometido no pasar una sola noche en ella mientras mis enemigos estuvieran en el poder, y, sin embargo, me armé de valor para presentar la novela en la feria del libro. Fue un esfuerzo inútil. Hablé fatigado, me sometí a la tortura de firmar ejemplares y hacerme fotos con mis lectores, acudí a programas de televisión en los que me trataron con mezquindad cuando no con hostilidad, y el resto del tiempo lo pasé durmiendo en mi apartamento, sedado por hipnóticos. Mientras mi esposa se reunía con sus amigas, yo dormía. Al irme de Lima, me dije que solo volvería cuando abandonasen el poder los cachafaces y mediocres que lo ocupaban, y así fue.

Esta vez viajé acompañado de mi esposa y nuestra hija de cinco años. Al llegar, no había mangas disponibles en el aeropuerto y fuimos apiñados en un bus. Las colas para pasar los controles fueron de terror. Saliendo con maletas llenas de regalos, mi asistente Victorino nos recibió y condujo al apartamento de San Isidro. Mi madre, siempre tan amorosa, lo había colmado de globos, flores y carteles de bienvenida, y la refrigeradora estaba repleta de helados, frutas y cosas deliciosas. Sobre su cama, nuestra hija encontró los regalos que le habían dejado mi madre, mi hermana Carolina y mi hermano Mike. Además nos esperaba una empleada doméstica que mi madre nos había conseguido. Se llamaba Talía. Era joven, lista, risueña, encantadora. Nuestra hija se encariñó de ella en diez minutos. Desde entonces, y durante la semana que duró la visita, fueron inseparables.

Al día siguiente, comenzaron las contrariedades. No imaginé que pudieran ser tantas: el internet no funcionaba, no había agua caliente, las toallas habían desaparecido, dos de las cuatro sillas de la cocina no estaban, el apartamento estaba sucio y el jardín descuidado, y dos de las cuatro camionetas (compradas originalmente para mi ex esposa y mis hijas, antes de la gran pelea que me alejó de ellas a finales de 2010) no estaban en la cochera. Quedé espantado. No lo podía creer. Mi asistente, a quien le había pagado un buen sueldo mensual los últimos seis años, y cuyo trabajo consistía en mantener los apartamentos en buen estado, limpios, con las cuentas al día y las camionetas funcionando, me había fallado en toda la línea y respondía con evasivas y mentiras cuando le preguntaba por qué estaba todo patas arriba: dijo que el internet no funcionaba por culpa de la empresa proveedora, alegó que las sillas se habían apolillado, me tonteó con cuentos chinos y burló mi buena fe diciendo que las camionetas desaparecidas habían tenido una súbita avería mecánica el día mismo de mi llegada y las había llevado al taller con ayuda de una grúa.

A pesar de esos contratiempos y otros más, los días transcurrían con bastante placidez: dormíamos bien, nuestra hija estaba fascinada con su nana, comíamos maravillosamente en casa de mi madre y mis hermanos, una masajista me hacía sesiones de estiramientos, y a la noche salíamos a cenar en los restaurantes que nos habían recomendado.

Al tercer día de nuestra llegada, mi asistente volvió a sorprenderme: mientras yo comía granadillas en la cocina, me dijo que estaba mal de salud, afirmó que tenía que operarse la pierna y un ojo, y me informó de que renunciaba y yo tenía que pagarle una liquidación. Quedé confundido. Si estaba mal de salud, debía operarse, desde luego, pero no tenía sentido que renunciara a un trabajo tan bien pagado y, al mismo tiempo, tan relajado. Le pregunté si había conseguido un mejor trabajo, respondió que no. Le pregunté cuándo traería las camionetas, me dijo que al día siguiente. En efecto, trajo una, la más pequeña, la dejó en la cochera y desapareció. Nunca más contestó mis llamadas ni se presentó a trabajar. En casa nos preguntábamos: ¿habrá chocado la camioneta desaparecida?, ¿la habrá vendido?, ¿se la habrán robado?, ¿la habrá rematado por partes? No sabíamos qué hacer. Mi asistente simplemente desapareció y la camioneta, una Honda casi nueva, que habíamos dejado con 15 mil kilómetros, estaba en algún lugar incierto. ¿Debía ir a la Policía y denunciar que la habían robado? ¿O ir a la casa de mi asistente? ¿O reportar la pérdida a la compañía de seguros?

Tal vez porque en todo escritor hay un reportero encubierto y un investigador frustrado, me propuse encontrar la camioneta. No sabía en qué estaba metiéndome. Revisando las cuentas mecánicas, encontré un recibo chapucero de un taller medio clandestino donde habían hecho un trabajo a esa camioneta años atrás. Llamé a un número móvil. El tipo se llamaba Carlomagno. Le dije mi nombre. Pensó que era una broma. Le pregunté si sabía dónde estaba mi camioneta, o mi asistente, o ambos, y le prometí una buena propina. Al principio se mostró renuente: dijo que no sabía nada, que estaba de viaje por las fiestas, que no podía ayudarme. Pero lo llamé tantas veces, y le prometí tantas recompensas, que se ablandó. Me dijo:

-Venga el sábado a mi taller y yo lo llevaré al taller donde tienen escondida su camioneta.

De pronto me sentí esperanzado. El sábado, acompañado por Albino, el chofer de mi madre, fui a la dirección que me había dado Carlomagno. Era un barrio feo y peligroso en las afueras de la ciudad. Carlomagno subió a mi camioneta y nos llevó a otro taller: la camioneta no estaba allí. Luego fuimos a un taller aun más lejos: tampoco la encontramos. Redoblé mi oferta: si dábamos con la camioneta, le daría una buena recompensa. Sugerí ir a casa de mi asistente, pero Carlomagno me disuadió. Luego fuimos a otro taller en un barrio que daba miedo. Allí hablamos con un tal Rengifo, que sabía quién tenía mi camioneta: afirmó que la tenía un sujeto llamado Lunarejo. Rengifo lo llamó. Lunarejo habló conmigo. Me dijo que, si quería recuperar mi camioneta, debía depositar 40 mil soles en el banco y él me la daría el lunes. Le dije que los bancos ya habían cerrado a la una de la tarde y yo tenía que viajar esa noche a Miami. Me exigió que le diera los 40 mil soles en efectivo a Rengifo y luego él me devolvería la camioneta.

Entonces comprendí que tenía que ponerme duro. Le dije que si no traía la camioneta, lo denunciaría a la Policía. Le propuse que me permitiese ver la camioneta, constatar en qué estado se encontraba, para luego negociar el precio de recuperarla. Era como estar negociando con una banda de secuestradores, solo que no habían secuestrado a una persona sino a un vehículo, y exigían que yo pagase el rescate sin darme “pruebas de vida” de la camioneta.

El tal Lunarejo me hizo esperar una hora más. Yo llevaba horas sin comer ni beber y me sentía débil, extenuado. Lunarejo llegó acompañado de tres sujetos de aspecto patibulario. Les pedí que fueran razonables: 40 mil soles, unos 12 mil dólares, eran una fortuna, casi el precio que esa camioneta usada podía valer. Lunarejo exigió todo o nada. Pedí mirar el kilometraje. La encendió, receloso. Tenía 35 mil kilómetros. Le espeté que habían estado usándola y la habían recorrido 20 mil kilómetros. Reconoció con desparpajo que llevaba más de dos años manejándola. Dijo que mi asistente había llevado la camioneta a su taller y se había olvidado de pasar a recogerla. Todo era absurdo, inverosímil. El sujeto era un rufián: no me miraba a los ojos, se creía el dueño de mi vehículo, se sentía con derecho a seguir usándolo y quería que yo le pagase una fortuna para darme las llaves.

Imprudentemente, abrí mi billetera, conté todo el dinero que llevaba conmigo, 4 mil soles en billetes de 100, unos 1.200 dólares, y se los ofrecí. El matón tatuado se negó a aceptarlos. Los dejé a sus pies y de pronto hice algo osado: entré en la camioneta, saqué unas llaves que no sabía si le hacían juego (y que ese tipo quizás no imaginó que yo podía tener), la encendí de golpe y aceleré a toda prisa. Albino, el chofer de mi madre, salió disparado en la otra camioneta, siguiéndome. Nos jugamos la vida. Pero recuperamos la camioneta secuestrada y prevalecimos sobre esa banda de maleantes.

Ahora que estoy en el avión, pienso que ese sábado fue el día más horrible y peligroso en muchos años. Una vez más, me alejo de Lima con la sensación de que aquella ciudad siempre encuentra la manera de matarme un poco.

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