jueves 11  de  diciembre 2025
OPINIÓN

Lydia Rubio: La Julio Verne de la pintura contemporánea

Nacida en Cuba y marcada por el éxodo, por el exilio puro y duro, Rubio cartografía el destierro en cada trazo

Diario las Américas | ZOÉ VALDÉS
Por ZOÉ VALDÉS

Al entrar al centro de arte neoyorquino, Ligthforms Art Center, que hoy exhibe la obra de Lydia Rubio, la atmósfera se transforma: el aire pareciera sobrecargado de presagios, de mapas por descifrar y de aventuras que sólo la pintura puede prometer, de rumbos con sus embarcaciones pendientes en un tiempo incierto. Rubio, cubanoamericana de mirada inquisitiva, despliega ante nosotros un cosmos propio, uno donde las fronteras entre realidad, imaginación y memoria se desvanecen. Si alguien merece el epíteto de la "Julio Verne de la pintura" -Gustavo Valdés dixit-, es Lydia, y esta exposición en Nueva York, más que una retrospectiva, es una invitación a embarcarse en un viaje sin retorno por los abismos y escurrirse entre los aleros de la creatividad.

Nacida en Cuba y marcada por el éxodo, por el exilio puro y duro, Rubio cartografía el destierro en cada trazo. Su formación académica abarca arquitectura, diseño y artes visuales, siempre con la brújula apuntando hacia el norte de la invención. Nueva York, Miami y otros puertos de llegada han sido estaciones en su itinerario, pero la travesía no termina: continúa en cada óleo, en cada lienzo que es testimonio y testigo. La artista no es una náufraga, sino una exploradora del espacio pictórico, una constructora de mundos posibles donde la isla nunca se va del todo, y la memoria se disfraza de luz y sombra mediante trazos orgánicos y quiméricos.

Cortesía
La obra

La obra "Map of Pathways", de Lydia Rubio, 1996.

Rubio y Verne comparten el don de la cartografía fantástica. Verne navegó mares imposibles, descendió al centro de la Tierra y viajó en globo a territorios desconocidos; Rubio, en cambio, explora paisajes mentales y emocionales, imagina e inventa geografías íntimas y propone rutas que sólo existen en la mente y la mirada. Su país es la imaginación, su pasaporte ella misma cual velero. Sus cuadros son mapas, diarios de expedición, bitácoras de lo invisible. Como Verne, Rubio narra, inventa, desafía la lógica y nos invita a ser cómplices del viaje, sus obras son relatos visuales donde el espectador es aventurero y testigo a la vez.

En la sala principal, en su Silla Turca, destaca una serie de paisajes fantaseados, donde la naturaleza se convierte en metáfora del exilio y de la búsqueda. Rubio utiliza técnicas mixtas: acrílicos que se mezclan con pigmentos que dialogan con el vacío y la materia. El resultado es una sinfonía visual en la que cada elemento es signo y señal. Sus objetos recurrentes —brújulas, ¿aves?, mapas fragmentados, naves, embarcaciones— son símbolos de la errancia, de la necesidad de orientarse en lo desconocido por ignorado. Los colores, centros de la estridencia, envuelven como ecos de la memoria, y cada pincelada es una pregunta lanzada al futuro.

Cortesía

"D of Mar de la Furia", 1995, de Lydia Rubio.

Uno de los cuadros más provocadores presenta una isla flotante, rodeada de constelaciones imposibles. Aquí, Rubio ¿reescribe el mito del regreso? La isla no es infortunio ni pérdida, sino reinvención, y sus fronteras se diluyen como en un sueño, o en una divagación. Siguiendo la lógica verniana, la artista desafía la gravedad de lo cotidiano y nos recuerda que el arte es, ante todo, una expedición hacia lo improbable.

Me identifico artísticamente con Rubio; ella, al igual que yo, rehúye el conformismo. Su obra no busca agradar, sino agitar, provocar, desestabilizar, inducir la mirada. Hay en sus pinturas una literatura visual, una vocación de escritora que narra con pigmento lo que las palabras no alcanzan. La referencia a Borges, a Lezama Lima y a los poetas del exilio cubano, está latente en sus paisajes y objetos. Pero Rubio no copia, reinventa. Su tono es feroz y apasionado: cada cuadro es una declaración de independencia frente a los dictados de la moda y el mercado. Este centro de arte de Nueva York no expone a una artista, sino a una fuerza de la naturaleza, una tempestad en pleno upstate New York.

La obra de Lydia Rubio se inscribe en el amplio mapa del exilio cubano, pero trasciende las categorías geográficas y políticas. Su influencia se percibe en el arte contemporáneo, especialmente entre los creadores que, como ella, han hecho del exilio un territorio de exploración estética. Rubio desafía la nostalgia, la transforma en energía creativa y en impulso hacia lo desconocido. Es pionera y faro, guía para los que buscan en el arte una posibilidad de reescribir su historia.

Rubio no pinta paisajes; inventa continentes. No narra historias; crea universos paralelos. Su exposición en Nueva York es mucho más que un evento artístico: es una declaración de intenciones, una apuesta por la imaginación como único territorio verdaderamente libre. Si yo buscara la metáfora perfecta, afirmaría como Gustavo Valdés que Lydia Rubio es la Julio Verne de la pintura: exploradora incansable, arquitecta de mundos alternos, de miradas oblicuas y a la vez paralelas, rectas, divinas en su libertad. Es poeta y gladiadora, navegante del color y la forma. Su obra es un viaje sin fin, y nosotros, los espectadores, los eternos polizones de su travesía.

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