Narra Enrique Bernardo Núñez, de la generación posmodernista de 1920, sobre la sorpresa de Severo Mallet-Prevost, uno de los abogados de Venezuela ante el Tribunal Arbitral de París – cuyos jueces ingleses coludidos con el ruso Frederick de Martens nos arrancan casi 159.500 kilómetros cuadrados del costado oriental que limitaba con el río Esequibo – al advertir la salivación en estrados de los abogados de la Corona: “En el Almirantazgo británico y en el ministerio de negocios extranjeros siguen pensando en El Dorado durante el litigio. En Londres se trazan mapas que explican el viaje de Raleigh”.
Lo cierto es que Sir Walter creía que la región o imperio de Guayana estaba destinada a la nación inglesa: “Si España, de una pobre monarquía como era, se había convertido en gran potencia, Inglaterra hallaría mayores recursos en Guayana, la cual poseía más oro que el resto del Nuevo Mundo”, escribe. No por acaso, en la empresa de encontrar a Manoa o El Dorado fracasan él y también el emisario de los Welser o Belsares de Augsburgo, Ambroso Alfinger, quien pierde la vida a manos de los indígenas.
El reventón petrolero en el territorio de la Guayana Esequiba, sólo “controlado y administrado” por la República Cooperativa de Guyana mientras se dirime sobre su soberanía debatida por Venezuela – lo ha declarado la Corte Internacional de Justicia – le ha dado vuelta atrás a las páginas de la historia recorrida. Otra vez se conjugan las ambiciones y esta vez las de las empresas internacionales concesionadas y sus lobistas o gobiernos en el planeta, como la CNOOC de China; las norteamericanas Liberty, Hess y Exxon Mobil; la francesa Total Energies; Qatar Energy, Malasia’s Petrona y las saudíes Drilling y Watad Energies. De suyo el Departamento de Estado, a través de su secretario Antony Blinken ofreció su apoyo a Guyana en la disputa territorial con Venezuela, torciendo la memoria de su nación y la del expresidente Benjamin F. Harrison. “Que se respete el Laudo Arbitral de París”, ha dicho.
Olvida Blinken que su gobierno y su congreso asumieron como propia la causa venezolana a partir de 1894 y que el expresidente fue el abogado – lo recuerdan sus manifestaciones y lo confirma el testamento de su colega Severo Mallet Prevost – quien le salva a Venezuela las bocas del Orinoco ante la infamia coludida de los jueces ingleses y el ruso. Estos se habían entendido en Londres sobre sus intereses comunes en el Asia Central, en negociado que tendría como costo el despojo del señalado territorio, formante de la Capitanía General de Venezuela en 1810 y de la Gran Colombia una vez constituida.
Que se pida “respeto” por el Laudo desconoce, palmariamente, la realidad del asunto. La firma del Acuerdo de Ginebra de 1966 reabrió la contención acerca de este y su carácter definitivo; el juicio que cursa por ante la CIJ y que se inicia bajo pedido del secretario general de la ONU, Antonio Guterres, con fundamento en el mandato que le asigna tal Acuerdo, son confirmatorios del debate de soberanías pendiente.
Se trata, pues, de un asunto serio y muy delicado, que no debe tamizarse ni banalizarse políticamente, violentando la verdad o sobreponiéndole – como lo hiciesen Rusia e Inglaterra, en el marco de la “cultura terrofágica” del siglo XIX – los intereses de las empresas petroleras o los comportamientos político-electorales del gobierno de Nicolás Maduro o sus desencuentros con la Casa Blanca. La propia Corte decidió, claramente, que tanto este como Guyana deben abstenerse de agravar la causa y hacer más difícil su solución con estricto apego al Derecho internacional.
Para colmo, regresan por sus fueros, contaminando el ambiente de tensión geopolítica e híbrida pugnacidad, deliberada y artificialmente en forja, las fakenews; como esa a cuyo tenor se afirma, con tozuda ignorancia, la incompatibilidad del Acuerdo de Ginebra con la solución judicial de La Haya. Deberían leerse el memorable discurso de su firmante, el canciller venezolano Ignacio Iribarren Borges, al presentarlo para su aprobación ante el Congreso de la República. Y se reactualizan las apetencias de Brasil sobre el territorio en disputa.
Desde finales de los años ’70 del pasado siglo ha insistido Itamaraty en proyectar una salida brasileña hacia el norte a través del esequibo. Por ello el empeño en ganarse el contrato para la construcción de la represa en el Alto Mazaruní sobre tierras ancestrales ocupadas por los akawaios. Lo frenó la Venezuela democrática. Aspiraba el otrora imperio portugués americano que se encomendase la obra a su consorcio trasnacional Camargo Correa, con experiencias en Angola – antiguo teatro de operaciones cubano – y Mozambique.
“Mallet-Prevost, es inútil continuar por más tiempo esta farsa pretendiendo que nosotros somos jueces y usted abogado”, le dijeron a nuestro representante legal los justicias de la Corte Suprema norteamericana incorporados al Tribunal Arbitral en 1899. Se habían enterado del prevaricado entre el presidente del último colegiado y los árbitros ingleses. Y al revelárselo a su colega, al general Harrison e informarle de lo sucedido, cuenta que el expresidente “se levantó indignado y caminando de un lado para otro calificó la conducta de Gran Bretaña y Rusia en términos desagradables de repetir”.
“Los jueces británicos actuaban como abogados agresivos y no como jueces. Parece que la ley no significa nada para un juez británico”, afirmará este luego de proferido laudo del despojo. ¿No lo sabe el actual secretario de Estado? El rechazo del pueblo venezolano y su Constitución al Laudo de Paris – que explica la vigencia del debate en estrados y con preciso fundamento en el Acuerdo de Ginebra – no es cosa reciente, emocional o dislocada. Fue protestado ante el Tribunal Arbitral de La Haya, en 1903. El año anterior Inglaterra bloqueó con su Armada las costas venezolanas, unida a Alemania e Italia.
Bien dice Platón, por ende y con presciencia casi digital, que “desde el momento en que hay engaño, todo se llena necesariamente de imágenes, de copias y de ilusiones”.