Intento entender a fondo lo que ocurre en América Latina, de modo general en el Occidente, preñada de sismos sociales en expansión, atrapada entre la ruidosa violencia callejera y el subterráneo amortiguado de las narco-redes de la mentira que se expande y es lo más perverso.
Un paso más atrás reparo en la actuación de las Naciones Unidas sobre Venezuela, uno de los ejes del Foro de São Paulo que explota, azuza y estimula a conveniencia el señalado escenario, para robarse los derechos de autor de un fenómeno de mayor calado y complejidad.
No es posible obviar el ambiguo comportamiento del secretario general, António Guterres, quien acaso mira por el retrovisor –se cree administrando la comunidad de Estados que se forja a partir de 1648 y hoy hace aguas– o, mejor, se cuela, para no comprometerse, en el plató digital de la posverdad, hecho de medias verdades y manipulaciones.
Sólo así se explica que la ONU –como lo prueban las actuaciones contrapuestas entre la Alta Comisionada de Derechos Humanos y el Consejo de Derechos Humanos– se revele incapaz, siquiera, de salvar el principio ordenador del Derecho internacional que cristaliza en 1945: el del respeto a la dignidad de la persona humana. Elige juez del tribunal de derechos humanos –dicho coloquialmente– a la misma persona que ha de condenar por crímenes de lesa humanidad y vínculos con la criminalidad transnacional. Es la muestra del final irremediable de un sistema internacional en agonía: cascarón sin alma ni carnes, cuyos Estados e instituciones declinantes las copan ahora el narcotráfico y el terrorismo. Colombia no es la excepción.
Encuentro así, a beneficio de inventario, un neologismo que puede agregarse al río de los neologismos acuñados desde los inicios del corriente siglo –incluso antes, en 1995, cuando Norberto Ceresole, miliciano argentino neofascista, le habla de “posdemocracia” a Hugo Chávez Frías– para intentar describir este panorama de galimatías que usa de la desconfianza generalizada y la desafección política de la gente. Ese neologismo es el “poshumanismo”.
La dignidad humana y su respeto han sido el desiderátum de la cultura occidental durante la última mitad del siglo XX. Ha obligado a los propios Estados, en casos de colusión con sus atributos, a que la Justicia constitucional decida siempre a favor de la libertad, pro homine et libertatis. La doctrina social de la Iglesia recuerda, a propósito, que la persona es el centro y finalidad de la vida política y económica, proscribiendo su cosificación, como ocurre bajo los totalitarismos comunista, nazi y fascista.
El caso es que, siendo el hombre la verdad terrena y objetiva, no perfecta sino perfectible, inteligente pero limitada, necesitada de los otros y que se concreta en el homo sapiens: atado a la racionalidad teórica y práctica, luego de volverse homo videns o feligrés acrítico de las imágenes parciales de la realidad que le muestra la televisión, ahora deriva en Homo Twitter. Arriesga ser un dígito o número, nada más, dentro del torrente de las comunicaciones globales.
Desheredado de los espacios –abandonando el hogar que pasa de abuelos a padres, negado al trabajo estable y para toda la vida, ajeno a su patria de bandera que considera inútil o pieza de museo, sin lazos de lealtad “hasta que la muerte nos separe”– lleva hoy una vida de nómade. Practica sobre las redes una vida de descarte, prét-a-porter, de experiencias instantáneas, y es inevitablemente narcisista. Es fácil presa de los inescrupulosos de la política, mientras no se eduque para el dominio de la inteligencia artificial, de la realidad virtual y líquida, en movimiento constante, inestable, como lo recuerda Zigmunt Bauman.
De modo que, de no encontrarse pronto una fórmula que instituya o reinstituya los lazos mínimos de pertenencia humana capaces de reunir a las cavernas platónicas y burbujas de sombras diversas en las que se han transformado nuestras sociedades “sin Estado”: ambientalistas, feministas, anarquistas, LGBT, de tribus urbanas, grupos étnico-raciales y neoreligiosos, nacionalistas, fundamentalistas, etc., avanzará el hombre, varón y mujer, hacia el plano fatal de la inteligencia prestada o por encargo. El componente digital desechable terminará ejerciendo por él su libre albedrío y conocerá, entonces, al Homo Deus ex machina que describe la reciente obra de Yuval Noah Harari.
Como prisionero del caos, los individuos que deambulan dentro de multitudes sin freno e inconexas, mostrando indignación por lo que le ocurra a cada uno, todos a uno endosan la máscara de Jóker. Como en el teatro de la antigua Grecia proyectan con desenfado y a través de aquélla sus personalidades. Pasan desde la bonhomía como discurso hasta la criminalidad más desenfadada y ocupan las calles de Quito, Bogotá, Santiago de Chile, Caracas, Barcelona, París, Hong Kong. Han mordido en el árbol de la ciencia. No quieren más ataduras que las suyas propias. Dicen no necesitar de Dios, pues se asumen como dioses posmodernos y olvidan lo escrito en el Génesis, tanto como niegan, incluso, el Holocausto: “Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Gen.2:17).
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