En 2017, la alcaldía de Nueva York, amparada en los preceptos de la cultura de la cancelación, inició un debate sobre las estatuas más controvertidas de la ciudad.
Condicionado por esta nueva ideología que amenaza los valores de la democracia y la libertad, el Museo de Historia Natural se vio obligado a organizar una exposición titulada “Hablemos de la estatua”, que utilizaba el soporte de un video para que historiadores de una y otra tendencia opinaran sobre la utilidad de suprimir la escultura como acto simbólico contra el racismo o dejarla como testigo de una época.
Ante la falta de acuerdo entre las partes y asumiendo un cómodo ejercicio de corrección política la dirección del museo colocó, con la intención de cotextualizarla, una placa al pie de la estatua que rezaba así: en este monumento “unos ven un grupo heroico; otros, un símbolo de jerarquía racial”. Pero la falta tolerancia hacia las posiciones opuestas, animó a varios grupos radicales de izquierda a vandalizar la estatua con pintura.
Temerosos a la humillación pública y dispuestos a ni siquiera discrepar de buena fe para no tener que enfrentar duras consecuencias profesionales, la dirección de la pinacoteca solicitó en 2020 la retirada del icónico monumento de bronce.
Como no podía ser de otra forma, la solicitud fue inmediatamente aprobada por el entonces alcalde de Nueva York, Bill de Blasio. Y un año después, la Comisión de Diseño Público de la Ciudad votó por unanimidad para retirar y almacenar temporalmente la escultura.
El alcalde de Blasio expresó entonces con satisfacción en un comunicado: “El Museo de Historia Natural ha pedido retirar la estatua de Theodore Roosevelt porque representa explícitamente a negros e indígenas como personas subyugadas y racialmente inferiores”.
El monumento, que llevaba varios meses enclaustrada en unos andamios cubiertos con tela, rinde memoria al vigésimo sexto presidente de EEUU, quien aparece sentado sobre un caballo escoltado por un nativo americano y un hombre africano, quienes acompañan a ambos lados al mandatario.
Enfundando los límites de la evidencia para adaptarlos al empeño de conservar su puesto funcionarial, la presidenta del museo, Ellen Futter, utilizando una terminología políticamente correcta, explicó a ‘The New York Times’ que fue la “composición jerárquica” y no la figura del expresidente la que los llevó a tomar la decisión.
La retirada se produce en medio de un debate nacional sobre la atribuida memoria que las ciudades exigen a sus próceres, que gana cada vez más fuerza en EEUU, sobre todo en los sectores más progresistas del espectro político, sobre la base de la intolerancia a los puntos de vista opuestos.
En un inicio esta cacería de corrección histórica se centró en símbolos confederados, pero luego se ha extendido a figuras como Cristóbal Colón, Winston Churchill, George Washington e incluso el propio Roosevelt, líder demócrata que por cierto fue un enemigo acérrimo de la concentración económica de los grandes poderes financieros e impulsor de una política conservacionista que reunió méritos suficientes para que su imagen presidiera el Museo de Historia Natural.
Aparentemente, la retirada de la estatua no indicaba otra cosa que una discrepancia simbólica en contra de un vestigio arqueológico relacionado aparentemente con la esclavitud y el colonialismo. Pero ya en el mismo principio de la argumentación se insinúa un ajuste de cuentas retrospectivo y una corrección de la Historia sobre las bases de una supuesta verdad establecida institucionalmente como la única admisible y legítima.
La pregunta que la prensa, las universidades, las élites intelectuales y los líderes políticos deben responder es: ¿es correcto que se practique este tipo de revisionismo histórico? Y pero aún, ¿hay que difundirlo, racionalizarlo e incluso justificarlo?
Uno de los muchos problemas que genera este tipo de enfoque es que derribando todos los monumentos de la vía pública no se cambia necesariamente lo que ocurrió en el pasado. La tesis que sostienen algunos historiadores es que de la misma manera que una estatua tiene la función de homenajear a la persona que está representada en un lugar público, el uso político de la historia exige hacer una revisión del pasado nacional para saber el contenido subyacente de la misma.
¿Pero quién realmente está capacitado moral y técnicamente para determinar en qué período de tiempo una figura histórica cumple con los requisitos necesarios para recibir honores en un pedestal?
Son los derechos fundamentales de millones de estadounidenses -presentes y futuros- los que están en juego cuando se toma una decisión de esta envergadura. En última instancia es el pueblo estadounidense en su conjunto el que tiene derecho al beneficio de la duda.
Intentar purgar a Shakespeare de sus frases sobra los judíos es tan absurdo como juzgar a Roosevelt por aparecer montado a caballo, en su condición de comandante en jefe del ejército norteamericano, acompañado de una guardia compuesta por algunas de las minorías con más historia de los EEUU.
La memoria y el ideal de sociedad a la que aspiramos son formas de relación con el pasado y el presente que difieren en muchos aspectos. Si ahora la ideología del activismo progresista considera que lo único correcto es reivindicar a los negros, a los homosexuales, al sexismo, al inmigrante y al medio ambiente. Tiene todo el derecho de plantearlo y discutirlo, pero siempre desde el debate abierto, respetando el libre intercambio de información e ideas y sin expurgar a las personas y a los hechos históricos para que se parezcan más a la imagen interesada que ese sector quiere imponer.
Lo que resulta peligroso, además de autoritario, es que este tipo de ideología identitaria reemplace a la historia en todas las interpretaciones del pasado, sobre la base de un nuevo ideario de superioridad moral ilimitada que lo resguarda de las verdades ajenas, en aras de satisfacer la narrativa de una confrontación ideológica tribal, a través de la utilización perversa de la denuncia de los problemas sociales para estigmatizar a los que no piensan como ellos.
Además de establecer la radicalidad de una censura totalitaria que en el pasado se le atribuía solo a la extrema derecha, la conformidad ideológica que tratan de imponer estas corrientes ideológicas, supuestamente progresistas, implica una banalización del bien en toda regla.
David Blight, profesor de Historia en la Universidad de Yale y experto en la Guerra Civil, reconstrucción y estudios afroamericanos, ha hecho una reflexión al respecto, de argumentación tan clara como astuta:
“Ya sea aquí o en cualquier otro lugar del mundo, tenemos derecho a debatir cómo queremos que nos represente nuestro paisaje conmemorativo público. Pero quienes creen que pueden tener una mejor historia o un mejor sentido de la memoria por abolir ciertos tipos de monumentos y, con suerte, imaginar nuevos, eso no va a purificar el pasado”. “Ya sea aquí o en cualquier otro lugar del mundo, tenemos derecho a debatir cómo queremos que nos represente nuestro paisaje conmemorativo público. Pero quienes creen que pueden tener una mejor historia o un mejor sentido de la memoria por abolir ciertos tipos de monumentos y, con suerte, imaginar nuevos, eso no va a purificar el pasado”.
En el fondo, el problema no está en que se vandalicen o se derriben algunos monumentos, sino el trasfondo en el que se debaten estas cuestiones. De manera que no importa tanto el fanatismo puntual de la estatuaria pública -se pueden derribar todos los monumentos del mundo que eso no cambia necesariamente el pasado-, como la motivación política que existe detrás de estos actos.
En verdad, la transcendencia real del símbolo no le importa a casi nadie. Detrás de esta parodia de iconoclasia que tiene lugar contra monumentos que supuestamente se vinculan con la esclavitud y el colonialismo, se esconde una cruzada contra los pilares de la sociedad abierta, de ciudadanos libres e iguales ante la ley, y del sistema democrático de gobierno.
Los procedimientos que en los últimos años ha impulsado de forma selectiva la alcaldía de Nueva York para avalar los retiros de estatuas en el espacio público constituyen una manipulación deshonesta de la legalidad, con el único objetivo de enfrentar a la sociedad norteamericana, llevando la crispación ideológica hasta sus últimas consecuencias.
La decisión de retirar la estatua de Theodore Roosevelt podría ser el caldo de cultivo de una venganza falazmente historicista. A continuación, podría venir el intento de considerar ilegítimos todos los aportes de los presidentes de EEUU. sobre los que sobrevuele alguna sospecha de racismo, no sin antes poner en solfa la Constitución de 1787 y declarar la ilegitimidad de la Transición que superó la guerra civil por considerarla un engendro de los supremacistas blancos.
¿Acaso es tan complicado darse cuenta que una democracia, gobernada por corrientes inspiradas en la ideología woke, de izquierda extrema y anarquismos marxistas cismáticos, podría derivar en una sociedad autoritaria como a la que tanto temían los arquitectos de la Constitución americana?
Ojalá no sea demasiado tarde para entenderlo.
(*) Juan Carlos es periodista y escritor. Sus columnas se publican en diferentes diarios de España y EEUU.