El embajador Mike Hammer, jefe de misión diplomática de los Estados Unidos en La Habana, está por Miami reuniéndose con exiliados cubanos y otros factores de la diáspora. Hammer fue nombrado apenas en noviembre por el presidente Biden, y no sabemos si su visita a la capital del exilio es, por encargo de la administración saliente, de la entrante, o por cuenta propia. Ninguna de las tres cosas significaría lo mismo. En estos momentos La Habana mueve sus hilos en Estados Unidos (y ha demostrado que los tiene) para que el presidente, antes de irse, tome medidas a su favor; como sacarle de la lista de naciones que colaboran con el terrorismo: algo que les dificulta transacciones financieras y otras gestiones de supervivencia. Si, la del embajador Hammer, en cambio, es una gestión para la próxima administración, formaría parte del proceso de transición presidencial; y si ha venido por iniciativa propia, sería simplemente que, como diplomático de carrera, intenta sobrevivir, o adaptarse a la nueva estrategia diplomática que se avecina. Ahora, ¿cómo será, o cómo debería ser esa nueva estrategia? Esa es una pregunta compleja, y dependerá mucho de las circunstancias, y de hasta dónde llegaría la voluntad política, tanto del presidente Trump, como de su Secretario de Estado, Marco Rubio. También, claro está, dependerá de las prioridades.
De entrada, hay algunas irregularidades que deberían ser puestas inmediatamente en su lugar. Las relaciones diplomáticas entre Los Estados Unidos y Cuba no respetan los estándares mínimos de reciprocidad. En primer lugar, la embajada en La Habana no puede contratar libremente a sus empleados, y se ve obligada a hacerlo a través de una agencia de empleos que controla nominalmente el Consejo de Estado y en la práctica los servicios de inteligencia. En cambio, la embajada cubana en Washington no tiene esa restricción, y aunque suele abstenerse de contratar personal foráneo, lo podría hacer libremente. Esa disparidad tiene consecuencias y la Secretaría de Estado debería exigir inmediatamente que se acabe. Cuba también controla de forma no equitativa el número de diplomáticos y personal estadounidense que puede trabajar en La Habana; con ello consiguen dos cosas: primero obligarles a acudir a su agencia de empleos controlada por los servicios de inteligencia, y segundo, sostener un mayor control y asedio sobre el reducido cuerpo diplomático en la isla. Esa disparidad, repito, debería cambiar enseguida.
La reciprocidad es un concepto básico de cualquier relación diplomática sana. Otro aspecto en el que no se cumple es en la movilidad. El régimen castrista les prohíbe a todos sus funcionarios de gobierno: ministros, miembros de la Asamblea Nacional, del Partido Comunista, o incluso administradores de empresas, reunirse con miembros del cuerpo diplomático estadounidense; en cambio los diplomáticos cubanos en Estados Unidos se mueven libremente y se reúnen constantemente con senadores, congresistas, alcaldes, e incluso militares estadounidenses. De hecho, la embajada castrista en la capital norteamericana, a sólo pasos del capitolio, se ha convertido en un verdadero cuerpo de cabilderos. La Secretaría de Estado debería, o bien exigir acceso libre a las entidades oficiales de la isla, o bien restringir las actividades del cuerpo diplomático cubano en territorio estadounidense. Por puro apego al equilibrio.
Otro aspecto desequilibrado de la malsana relación entre ambos países, es el hecho de que (tras los ataques sónicos) Estados Unidos haya rebajado su representación al nivel de Encargado de Negocios, pero Cuba, astutamente, en vez de responder con la misma medida, ha mantenido a su embajador. Esto les da mayor movilidad en territorio estadounidense de la que ya de por sí tienen. Para reparar este otro desbalance Trump tiene dos posibilidades: o bien expulsa a la embajadora Lianys Torres Rivera, o bien pone la pelota del lado castrista. ¿Cómo? Nombrando un nuevo embajador en La Habana. Pero no a uno cualquiera, sino a un cubanoamericano. ¿Por qué? Porque allá tienen una regla no escrita, pero cumplida a pie juntillas, de no permitir diplomático alguno de origen cubano, sin embargo, Estados Unidos no tiene esa restricción. Si Trump nomina y el senado aprueba a un cubanoamericano como embajador en La Habana es el gobierno de la isla el que tendría que decidir si lo declara o no persona non grata.
Estas medidas básicas enviarían un mensaje claro de que la nueva administración no se viene por las ramas. Cuba siempre tendrá en sus manos el chantaje migratorio, pero eso sería objeto de otro análisis. En términos generales la fórmula es la misma: con regímenes despóticos como el castrista, acostumbrados a jugar fuerte, no se puede andar con medias tintas. Pero, claro, esta es la teoría, veremos en la práctica qué pasa.
Miami, 7 de enero de 2025
Juan Manuel Cao.