Estados Unidos es una gran nación fundada sobre las espaldas y, no pocas veces, el dolor de inmigraciones que con el paso del tiempo han hilvanado el tejido social de esta gran nación que, por encima de colores, lenguas y credos, avanza bajo los estándares de la democracia.
Desordenada por momentos y en otras ocasiones permitida en el contexto de medidas coyunturales, la inmigración es un fenómeno con el que han tenido que lidiar todos los presidentes, demócratas y republicanos. Pero siempre un hecho bienvenido, susceptible de ajustes, sin dudas, pero necesario para el bienestar, el futuro de nuestro país.
La inmigración ha convertido a Estados Unidos en un país de hombres y mujeres que han cruzado las fronteras por aire, mar o tierra. Con el sudor y la fuerza de muchos de los que dirigieron su brújula hacia estas latitudes se han construido unos cimientos sólidos y muy difíciles de echar al suelo.
Es justamente esa la razón por la que las palabras ofensivas que se le atribuyen al presidente Donald Trump sobre los inmigrantes provenientes de Haití, El Salvador y naciones de África son inaceptables. En esencia, son en contra de unos países que han sufrido sus propias desgracias, de donde provienen personas que han aportado su fuerza laboral para coadyuvar en el fortalecimiento de esta nación.
Los términos peyorativos que se le atribuyen al Presidente son inadmisibles y dejan un sabor amargo entre quienes admiran a Estados Unidos, y lo ven como un territorio en el que los sueños aún pueden hacerse realidad.