La pasión por el fútbol me invadió muy temprano. No me la transmitieron mis padres, ellos tenían otras aficiones, mi madre la religión y el servicio a los demás, mi padre las armas de fuego y la cacería de animales, yo era el hijo mayor así que no la aprendí de un hermano, me hice vicioso del fútbol sin explicación aparente, quizás porque esa manera de contemplar la belleza y emocionarme a gritos estaba en mis genes, en mi destino.
En aquellos años vivíamos en una casa muy grande en las afueras de Lima. Mi madre me tenía prohibido ver la televisión, había solo dos canales, ambos en blanco y negro, y solo podía encender furtivamente el televisor cuando mis padres habían salido, y a escondidas del servicio doméstico, para que no me acusaran luego de haber violado esa estricta regla de disciplina, inspirada en la convicción de mi madre de que la televisión te embrutecía: quién iba a decir que con los años me dedicaría a salir en televisión, no sé si embruteciéndome debido a ello. Los dos canales en blanco y negro no pasaban partidos de las ligas extranjeras, ni siquiera de la liga peruana, muy raramente transmitían algún juego áspero del fútbol alemán. No era un mundo globalizado como el de ahora, y para un niño curioso que vivía en una mansión de diez mil metros cuadrados, rodeado de empleados afectuosos y serviciales, era virtualmente imposible saber cómo iban las ligas de fútbol europeas o sudamericanas.
Creo que el vicio por el fútbol me atacó y se inoculó en mí cuando mi abuelo me regaló una pequeña radio a pilas para que oyera las noticias. En lugar de oír las noticias después del colegio, me encerraba en mi cuarto y escuchaba un programa deportivo de seis a ocho de la noche, conducido por un legendario periodista, todo en él desmesurado, su peso mórbido y creciente, su lengua pícara, sus pasiones efervescentes, su modo de narrar el fútbol como si fuese lo más importante del mundo, mucho más que la política, las guerras, las religiones o las revoluciones. Le decían Pocho y era mi héroe y yo pensaba que trabajar viendo partidos de fútbol, viajando para ver partidos de fútbol, narrándolos en vivo y en directo, conociendo a los jugadores, comiendo sin freno ni mesura, tenía que ser el mejor oficio del mundo, y a eso quería dedicarme cuando fuese grande, a ser periodista deportivo y tener un programa en la radio, como Pocho.
Una vez que me hice adicto a ese programa radial, que escuchaba con el volumen bajo para que mis padres no me pillaran burlando las horas en que debía hacer mis tareas escolares, surgió de un modo natural la curiosidad y enseguida la urgencia de ir al estadio por primera vez en mi vida, no solo a ver un partido de fútbol, sino principalmente a descubrir y fisgonear desde qué punto del estadio, en qué caseta radial transmitían Pocho y sus locuaces colaboradores. Lo hice finalmente, solo, mintiéndoles a mis padres, diciéndoles que iría a casa de un amigo a preparar un trabajo escolar, y fue una noche que no olvido: la emoción de subir las gradas oyendo ya el rumor del gentío, el espectáculo brillante del césped poderosamente iluminado, los comentarios de la gente pendenciera a mi alrededor, los insultos hilarantes al árbitro y a ciertos jugadores, la manera de gritar enloquecidamente los goles como si fuera la final del mundial, todo lo que sentí aquella noche me instaló para siempre, y sin remedio, en la columna de los amantes del fútbol, de los que pensábamos que el fútbol era menos un juego que un arte y que mirarlo cuidadosamente era una extraña manera de contemplar la belleza. Cuando subí todas las gradas y me acerqué a la cabina radial de Pocho, pude verlo detrás del vidrio, elefantiásico y mofletudo, y enseguida uno de sus colaboradores me hizo una seña furiosa para que me alejara, pues la radio que llevaba conmigo estaba acoplándose a la transmisión y generando una interferencia, de manera que mi conocimiento visual de quien era mi héroe en la radio resultó un tanto frustrante y accidentada, y ya no volví más a acercarme a su caseta, aunque continúe escuchándolo con devoción de fanático.
A tal punto creció en mí la fiebre por aquel deporte que empecé a escaparme del colegio para ir a ver los entrenamientos de mi equipo favorito, el Cristal, y luego se me hizo una costumbre fugar de la casa de mis padres con algún dinero birlado a mi padre o una joya hurtada a mi madre, para luego tomar un tren, o un bus, y viajar a provincias a ver jugar al club de mis amores, es decir que con doce o trece años estaba dispuesto a correr todos los riesgos, que me expulsaran del colegio, que mi padre mi diera una paliza a correazos, con tal de ir a la cancha a vivar al Cristal, al tiempo que seguía el partido con mi radio a pilas bien pegada al oído, pues cualquier partido me parecía incompleto si tan solo lo veía sin escuchar la narración radial al mismo tiempo.
Creo que no olvidaré jamás, aun si me enfermara de la memoria, el mundial del año 78, jugado en canchas argentinas, cuando la selección peruana, copada de virtuosos, especialmente Cubillas y Cueto, brilló por todo lo alto en la primera ronda, ganando un partido memorable contra Escocia, y clasificando a la segunda fase, donde fue eliminada de modo humillante por la Argentina, que le hizo seis goles sospechosos. Yo tenía trece años, vi los partidos por la televisión acompañado de mis padres, y la alegría que sentí cuando Perú le hizo tres goles a Escocia fue una de las más formidables de mi vida, una felicidad limpia y pura y pueril que me arrastró como si fuera un río caudaloso que desemboca en el mar de las más grandes y eternas pasiones humanas.
Unos años después, en el mundial del año 86, jugado en canchas mexicanas, y siendo ya famoso por mis opiniones y entrevistas políticas, me atreví a cumplir mi sueño de la infancia, ser un periodista deportivo, y probé suerte como comentarista de la televisión, en un canal de Lima, durante los juegos de aquel mundial en el que no participó el Perú y del que Argentina resultó campeón. Yo tenía ya veintiún años y no sabía qué hacer con mi vida: si dedicarme a la política, si entregar mis mejores horas creativas a ser un escritor, si acomodarme juiciosamente como periodista deportivo y viajar por el mundo narrando grandes partidos, o si ser un poeta maldito y vivir intoxicado, jugando con mi estado de ánimo. La experiencia de comentar un mundial de fútbol, vestido de traje y corbata, maquillado, mirando los partidos en un monitor, con las luces del estudio encendidas por si se interrumpía el satélite, al lado del narrador y otro comentarista, resultó una tremenda decepción para mí, porque vine a descubrir que mirar el fútbol con corbata y maquillado, y pensando en el comentario que iría a decir pronto, destruía por completo el placer de contemplar relajadamente un partido, abandonado al vicio de mirar los movimientos, y sin estar atado a la tensión de mirar el juego para enseguida comentarlo, lo que introducía un elemento odioso, irritante, un corsé que conspiraba contra el placer y boicoteaba el elemento lúdico del espectador hedonista, sin obligaciones. Nunca más seré periodista deportivo, me dije, y cumplí con el juramento hasta hoy.
Con el tiempo, mi pasión por el fútbol ha cambiado, así como se han transformado vertiginosamente las tecnologías para ver ese deporte. Ahora ya no sigo para nada la liga peruana, no pierdo mi tiempo de ese modo autodestructivo, pero todos los fines de semana presto atención a los partidos más importantes del torneo español, del campeonato italiano y de la liga inglesa. Por supuesto no me pierdo un partido a mitad de semana por la Champions, esos duelos son los mejores, y también estoy atento a los juegos de la Europa League, de inferior calidad. Un día sin un gran partido de fútbol europeo es un día incompleto. Si van a jugar el Real Madrid y el Atlético de Madrid por las semifinales de la Champions, me concentro un día antes, como los futbolistas, aprendo todas las estadísticas, me preparo sicológicamente para seguir la disputa, cancelo cualquier reunión o actividad que pudiera impedirme gozar del encuentro, y sigo el partido a solas, en mi estudio, encerrado, con el volumen muy alto. No grito los goles, no insulto al árbitro, pero estoy tenso, hipnotizado, pendiente de cada jugada, y a veces una pierna se me dispara y patea un balón imaginario, y ese movimiento es ajeno a mi control racional y proviene de la zona más oscura y verdadera de mi identidad.
A medianoche, al salir del programa de televisión, enciendo la radio mientras conduzco el auto y escucho los comentarios apasionados, feroces, hilarantes, de un programa de la radio argentina, radio Mitre, y me río solo con las opiniones inmoderadas y volcánicas del conductor y su excelente plantel de comentaristas, y de pronto vuelvo a sentirme, con cincuenta y dos años ya, el adolescente que oía la radio a escondidas y soñaba con ser un periodista deportivo.