No contesto llamadas en el celular. Solo escucho los mensajes. Pero ese mensaje parecía importante. Un amigo en Washington, con influencia en los círculos de poder, me pedía que lo llamase con urgencia. No vacilé en hacerlo. Me pidió que me reuniese cuanto antes con un venezolano que estaba en Miami. No me dijo de qué se trataba. Me dio el nombre del venezolano. Me dijo que era “uno de los nuestros”, que no era un infiltrado ni un impostor. Sin embargo, me aconsejó que en ningún caso lo recibiese en mi casa. Cítalo en un café, escúchalo y no te comprometas a nada, solo escúchalo, me sugirió mi amigo. No me dio un teléfono, me pasó un correo electrónico. Le escribí al venezolano. Me respondió en menos de tres minutos. Acordamos reunirnos en un café que yo elegí.
No le conté a nadie, ni siquiera a mi esposa, de aquella reunión. No sabía de qué se trataba, pero podía sospechar que era una operación de inteligencia. Me reuní con el venezolano. No lo conocía, no lo había visto o no recordaba haberlo visto, no registraba su nombre en el radar de mi memoria. Me dijo, y le creí, que había asistido una noche, como parte del público, a mi programa de televisión. Lo escuché atentamente. Me contó los detalles del asalto al fuerte militar el año pasado, del cual robaron un armamento importante. Me explicó por qué quienes asaltaron el fuerte y escondieron las armas robadas, terminaron siendo capturados y torturados, y confesaron dónde habían enterrado el armamento. Me contó con sorprendente precisión de detalles cómo estuvo involucrado en el grupo rebelde del capitán Óscar Pérez y cómo terminó distanciándose de Pérez y peleándose con él, porque Pérez era incapaz de volar bajo el radar, preservando un perfil bajo. Su ego le costó la vida, me dijo. Le pedí que no diera entrevistas, pero no me hizo caso, añadió. A esas alturas, yo pensaba, escuchándolo con atención, midiendo cada palabra que decía, que el venezolano enfrente de mí no era un charlatán ni un improvisado: o era “uno de los nuestros”, o un espía profesional al servicio de la dictadura venezolana. Pero, en cualquier caso, sabía lo que decía. Me parecía improbable que fuese un espía enemigo, porque mi contacto en Washington me había pedido que me reuniese con él. Y ese contacto sabía bien quiénes eran nuestros aliados y quiénes, nuestros adversarios.
Luego el venezolano me contó que unos días después, el sábado, habría un atentado contra Maduro y Cabello en un desfile militar. No dijo Maduro: dijo “Maduro y Cabello”. Me explicó que el atentado sería con drones. No estaba seguro si sería un dron o dos. Me explicó que el atentado estaba planeado originalmente para el 5 de julio, pero se pospuso porque llegaron a la conclusión de que, si se ejecutaba ese día, podían morir niños, menores de edad. Se había elegido el sábado 4 de agosto porque en la tarima principal no habría niños. Los drones habían sido probados con eficacia, destruyendo de noche un par de estatuas en Caracas (una de ellas, del Che Guevara), semanas atrás, en junio, con la décima parte del explosivo que usarían en el atentado contra el dictador y sus secuaces. Me dijo que el atentado solo tendría éxito si un infiltrado, un topo del grupo rebelde, cumplía su papel de desactivar los inhibidores de celulares, dentro del anillo de seguridad del dictador. De ese topo dependía el éxito de la operación: si neutralizaba a los inhibidores, los drones se acercarían al dictador y sus secuaces. Me explicó que, si el atentado tenía éxito y daba de baja a Maduro y Cabello (no mencionó a Padrino), unos generales amigos tomarían de inmediato el poder, arrestarían a los principales cabecillas de la dictadura e instalarían una junta de transición, encabezada por personas de amplia solvencia moral. Me dijo que importantes generales colombianos eran parte de la operación de inteligencia.
Después de escucharlo con suma atención, le pregunté por qué había querido reunirse conmigo y qué esperaba de mí. Me dijo que, si el atentado lograba el objetivo deseado, era muy importante que ciertos periodistas influyentes, ciertos líderes de opinión, no los condenasen, no los llamasen terroristas. Me pidió que hablase con mis amigos poderosos, en Washington y en América Latina, para que, una vez que el atentado diese lugar al golpe de mando en Caracas, la junta de transición tuviese pleno respaldo diplomático de la Casa Blanca y algunos presidentes de América Latina, principalmente el colombiano Duque, y también el mexicano Peña Nieto, el chileno Piñera y el argentino Macri. Le dije que, si el atentado funcionaba y los generales tomaban el poder para dar paso a la democracia, convocando a elecciones limpias, con un poder electoral depurado, yo ciertamente los apoyaría sin reservas ni ambigüedades. En cuanto a lo otro, prometí hacer una ronda de llamadas para “sentir la temperatura del agua”, esa fue la expresión que usé.
Antes de despedirnos, ya afuera del café, me pidió que lo esperase. Caminó a su automóvil, sacó algo cubierto en papel platinado y me lo entregó, diciendo que era un exquisito dulce venezolano. Le agradecí y nos dimos un apretón de manos. Tiene que estar loco para pensar que voy a comer esto, pensé. Lo más probable es que sea “uno de los nuestros”, pero también podría ser un espía enemigo, me advertí a mí mismo. Por eso, tan pronto como llegué a mi casa, me deshice del regalo, sin probarlo tan siquiera.
¿Era el venezolano un fanfarrón, un bocazas? ¿Mi contacto en Washington estaba engañado respecto de cuán confiable podía ser nuestro interlocutor? ¿Matarían, en efecto, a Maduro y Cabello el próximo sábado? Yo no tenía cómo responderme esas preguntas y otras más. Decidí esperar y no contárselo a nadie. Solo llamé a mi contacto en Washington, le confirmé que había recibido a su amigo, tal como él me había pedido, y le pregunté si los servicios secretos estaban al tanto de todo esto. Por supuesto, me dijo, en tono socarrón. Si tú lo sabes y yo lo sé, ellos también, añadió. Luego me dijo algo que ya me había mencionado antes, en una visita que le hice en Washington: Nosotros no vamos a entrar en Venezuela, pero sí vamos a apoyar a todos nuestros aliados allá para que puedan derrocar a la dictadura y reinstaurar la democracia. Le pregunté si creía que el plan tendría éxito. Cincuenta-cincuenta, me dijo. Luego añadió: Creo que el atentado va a funcionar, pero no tenemos control sobre lo que pueda ocurrir después. Es decir, mi amigo en Washington no estaba tan seguro de que, eliminado el dictador, los generales rebeldes se atreviesen a tomar el poder y apresar a los cabecillas de la dictadura.
El sábado por la tarde, a solas en mi estudio, puse la televisión pública venezolana y, en efecto, estaban transmitiendo el acto militar, en homenaje a la guardia nacional. Al notar que Cabello no se encontraba en la tarima principal, al lado de Maduro y Padrino, como se suponía que estuviese, tuve el mal pálpito de que algo se había torcido y que, en consecuencia, el atentado fallaría. ¿Por qué Cabello no había asistido? ¿Sabía lo que yo también sabía? ¿Quería Cabello que eliminasen a Maduro para, aprovechando el caos, tomar el poder? ¿El topo que debía desactivar los inhibidores de señales digitales, o alguno de los generales conspiradores, había puesto en alerta a Cabello? ¿Cumpliría el topo su papel absolutamente decisivo en la buena marcha de la operación? Bien pronto los rebeldes que guiaban los drones con explosivos comprendieron que el topo no había actuado, pues los drones no lograban penetrar en el anillo de seguridad del dictador, y se frenaban ruidosamente en el aire como lanchones pesados en alta mar, y retrocedían, llamando la atención. Al tratar una y otra vez de penetrar en el anillo y fracasar, los conspiradores se resignaron a estallar los drones, estando ambos muy lejos del objetivo. Unas horas después, seis de los rebeldes fueron capturados. A todos los torturaron con descargas eléctricas, hundimiento en pocetas de estiércol y asfixia con bolsas de amoníaco: a uno lo mataron, en medio de las torturas.
Después del fracaso del atentado, hablé con mis contactos en Washington. Estaban decepcionados. Me pidieron que dijese en el programa que el atentado había sido real, y no una patraña o un montaje de Maduro, como muchos creían desde la oposición, y que pusiera énfasis en que, si bien ese complot había fallado, pronto vendrían otros más, ya no con drones, claro, pero a cargo de profesionales en dar de baja a gente malvada, enemiga de la libertad y la democracia, como son los malhechores de Maduro y Cabello. Unos días después, mis amigos en Washington me pidieron que me reuniese nuevamente con el venezolano. Lo cité a la misma hora en el mismo café. Me explicó que el plan falló por apenas veinte segundos, quince o veinte segundos, no más, el tiempo que necesitaban para acercar los drones al dictador y sus secuaces, y que todo se echó a perder porque el topo se acobardó y no desactivó los inhibidores, razón por la cual quienes guiaban los drones desde sus teléfonos móviles perdieron el control de ellos y se resignaron a hacerlos estallar lejos del objetivo, solo para asustar a quienes habían tratado de ajusticiar por criminales. Le pregunté por qué los sicarios del régimen habían apresado a Requesens. Me dijo que Requesens era inocente, absolutamente inocente, lo mismo que Borges. Ellos no sabían nada, me dijo. Nosotros no confiamos en ningún político venezolano, remarcó, y menos en Borges, a quien consideramos un traidor. Pregunté: ¿y entonces por qué le cayeron encima a Requesens? El venezolano respondió: Porque Requesens, sin conocer el plan, sin saber que estábamos tratando de meter los drones desarmados a Venezuela, ayudó a uno de nuestros hombres, Monasterio, en el puente fronterizo, con un contacto suyo en Migraciones: pero Requesens, añadió el venezolano, no sabía, no tenía cómo saber, que nuestro hombre era parte del operativo, y su ayuda fue de buena fe y sin conocer el plan, su error fue llamar desde su celular, pero lo hizo precisamente porque no sabía nada del plan, por eso no se cuidó.
Antes de despedirnos, celebré que esta vez no me regalase ningún potaje típico de su país. Le pregunté cómo podía ayudarlos en esta hora aciaga. Me dijeron que necesitaban más ayuda de los servicios secretos y del gobierno. Mencionó una cifra que no me pareció elevada. Habló de un refugio temporal que me pareció razonable. Explicó que había gente amiga en Colombia con la que había que reanudar los contactos. Me pidió que hablase a solas con el presidente Duque. Esto último no será posible, le dije. Pero sí le prometí que hablaría con mis amigos en Washington para que les brindasen toda la protección deseada.
Una vez más, los malos, los enemigos de la libertad, habían ganado. Pero solo temporalmente, me dije.