La urgencia y prioridad de ponerle término al despotismo criminal que ha secuestrado al territorio venezolano nos ha negado el espacio indispensable para reflexionar sobre las posibilidades de que, como patria y como colectivo, sobrevivamos al terremoto histórico que nos afecta. Están disueltas nuestras instituciones republicanas y se ha pulverizado la nación, en diáspora hacia adentro y hacia afuera más de 8 millones de compatriotas deambulando por mundos extraños.
No se trata de que el inmueble nacional siga allí y aún lo usen quienes allí restan por razones que no vienen al caso, pero conviviendo con ocupas que les desfiguran el talante. Es legítimo, pero coloquial, afirmar, desde lejos, que al cabo Venezuela siempre estará allí en donde se encuentre uno de sus hijos; o el animarnos recordando que, incluso distante como esté para quienes la hemos dejado, contamos con una tierra que nos da identidad por privilegiada en sus bellezas y en la significación mundial de su ecosistema; o el repetirnos lo que es palmario y nos enorgullece: cada venezolano emigrante se abre caminos de reconocimiento en parajes distintos por sus calificaciones humanas o profesionales, como por su audacia innovativa.
La cuestión es que Venezuela como nación al cabo somos todos – los hijos buenos y los hijos malos – y la mayoría, como lo revela el fenómeno sociológico y no solo político de María Corina Machado, aspira a ser libre como debe serlo. Y el asunto es que urge saber y ser conscientes de la profundidad de la ruptura ocurrida – lleva tres décadas el proceso de fragmentación afectiva y ciudadana entre los venezolanos: 1989-2019 más un lustro, equivalente al período dictatorial del gomecismo – y medir el daño que crece en el ser y la esencia de lo venezolano. Nuestras raíces fundacionales – nuestras particularidades, virtudes y defectos – ceden y nos empujan hacia la anomia. Nos vuelven seres relativos y, lo peor, conformes: ¡Las cosas no están tan mal!, señalan quienes se encuentran en Venezuela.
Unos sí, otros no, somos portadores de un mismo pasaporte y conservamos una igual e inocultable tonada. Pero más allá de lo que nos es propio, en mala hora vive el Occidente judeocristiano un severo proceso de desconstrucción cultural y de relativización ética que, si se afianza y generaliza, nos impedirá todo discernimiento moral. Será lo mismo el Buen Vivir – viviendo a los otros – y tener una Vida Buena. Me refiero a tener conciencia de lo que significa el mal absoluto, y poder sostener, para inmunizarnos, unos códigos personales, familiares y hasta políticos, como las enseñanzas de nuestras constituciones históricas civiles, en modo de conservar el ser que somos sin avergonzarnos de él. Venezuela no es Maduro y tampoco el clan criminal que la ha secuestrado. Pero su permanencia y consecuencias alimentan un complejo adánico: rehacer todo desde cero o, dejarnos tragar por el síndrome de Estocolmo: transar con la maldad para sea algo benevolente, o mejor, a lo Eudomar Santos: ¡como vaya viniendo vamos viendo!
En el ahora, destruido como ha sido el Estado que nos dimos en 1811 y 1830, o en 1947 y 1961, y desmaterializado el texto de nuestra actual constitución militarista: que es de clara vocación dictatorial, extrañamente defendida por una oposición que se dice “democrática”; y habiendo degenerado aquella en totalitaria y despótica tras las exégesis que recibe de manos de los jueces del régimen, los venezolanos debemos preguntarnos sí, desasidos de nuestros valores fundantes por obra de la gran ruptura padecida ¿será posible discutir como antes acerca de los juicios y las tomas de postura morales, aun cuando se hayan desmoronado los consensos sustanciales de fondo acerca de las normas morales básicas en las que creemos? (Jürgen Habermas, “Ética discursiva”, Doce textos fundamentales de la ética del siglo XX, Madrid, 2002).
Que, en materia de costumbres, sobre todo las relativas a la “legalidad” familiar o política, medremos entre lo formal y retórico a la vez que resolviendo, haciéndole trampas a la ética y al Derecho, no quiere decir que, como sociedad, los venezolanos, hayamos sido unos huérfanos de ideas genuinas y sin perspectivas de porvenir, guiados aquéllas por las leyes elementales de la decencia. El gendarme, debo decirlo, ni es necesario ni es una fatalidad, así lo hayan dicho los Vallenilla Lanz reparando en el credo de Bolívar, en el de Gómez, o en el de Pérez Jiménez con su Nuevo Ideal Nacional.
Papa Ratzinger, conocedor de lo que fue el nazismo, en 2011 recordaba ante sus compatriotas alemanes, bajo realidades como las que he enunciado, lo siguiente: “Hemos experimentado cómo el poder se separó del Derecho, se enfrentó contra él; cómo se pisoteó el Derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del Derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo”.
Seguidamente les preguntaba y respondía: “¿Cómo podemos reconocer lo que es justo? ¿Cómo podemos distinguir entre el bien y el mal, entre el derecho verdadero y el Derecho sólo aparente? … Para gran parte de la materia que se ha de regular jurídicamente, el criterio de la mayoría puede ser un criterio suficiente. Pero es evidente que, en las cuestiones fundamentales del Derecho, en las cuales está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no basta.” Y es eso, exactamente lo que plantea Habermas y hemos de considerarlo prioritariamente, sobre todo que los venezolanos no contamos con una Torá como la de los judíos, que nos sostenga como nación mientras duran la adversidad y la dispersión por el planeta.
El ser y la esencia de lo venezolano, entonces, ¿será sólo aquél que puede negociarse en Barbados o ser la obra de un pacto político circunstancial o del que resulte un hecho electoral acomodado o no? ¿La Casa Común, seguirá siendo, incluso luego, un motel de carretera?