Durante años, he sido, con profundo dolor de mi corazón, muy pesimista acerca de las posibilidades de que Venezuela recuperara su libertad y viera el final del chavismo. Las razones eran varias. La primera era que nadie parecía captar la esencia del entramado jurídico del chavismo, un sistema mucho más inteligente y sofisticado que el castrista.
Asesorado por notables juristas, el chavismo ha mantenido desde el principio un ropaje democrático – partidos, elecciones, medios de comunicación, etc. -a la vez que un armazón abiertamente totalitario.
De esa manera, la misma oposición venezolana entró desde el principio en la trampa. En lugar de percatarse de que la constitución chavista era un casino en el que todo está dispuesto para que siempre gane la banca, la oposición creyó en la posibilidad de salir con dinero tras pasar por la mesa de la ruleta.
Cuando ganó además las elecciones legislativas, esa ilusión engañosa se afianzó, en lugar de quedar de manifiesto que nadie puede esperar hacer saltar la banca con unas ruletas trucadas.
La segunda razón de mi pesimismo estaba en los resultados derivados de que la oposición no captara la realidad. Así, se dividió - ¿acaso no competía en las urnas? – reposó en la ayuda internacional para la solución y no articuló estrategia o táctica susceptibles de acabar con el chavismo.
La tercera razón era el análisis no pocas veces deplorable que se realizaba del panorama internacional. Sin captar lo que denominé aquí mismo el nuevo paradigma internacional de los Estados Unidos, la oposición lleva años soñando con la resurrección de esquemas de la guerra fría muertos hace décadas.
En ocasiones, esperaba una intervención directa de los Estados Unidos; en otras, ansiaba un golpe militar como si estuviéramos en los años setenta; en alguna más, soñaba con la efectividad de unas sanciones económicas que jamás funcionaron con Cuba e incluso no faltaban los que, en el colmo de la ingenuidad, aspiraban a que el papa Francisco – gran valedor del castrismo y del chavismo – mediara para acabar con un sistema que no ha dejado de apuntalar.
Puede comprenderse mi pesimismo especialmente doloroso porque amo de manera entrañable a Venezuela, a sus ciudadanos y a la causa de la libertad. A pesar de todo lo señalado, en las últimas semanas, encuentro razones para abrigar un moderado optimismo e incluso para preguntarme si el chavismo no se encuentra en el principio del fin, pero sí en el final de su principio.
En primer lugar, la oposición se ha ido dando cuenta de que la única salida realista es acabar con el sistema chavista. Nada es posible dentro del sistema porque éste cuenta con los recursos necesarios – el último es la asamblea constituyente – para ganar siempre en el casino. A día de hoy, esta meta final no está del todo definida, pero constituye un avance notable.
En segundo lugar, la oposición también va captando que necesita una unidad de acción y propósito.
En tercer lugar, la oposición está comprendiendo que no puede fiarse de personajes como Rodríguez Zapatero o el papa Francisco. Cuando entienda que ni el ejército colombiano, ni el Departamento de Estado van a hacer lo que ella no haga habrá dado un paso de gigante.
A lo anterior hay que sumar que la oposición necesita ahora de manera imperiosa dar con una táctica que le permita alcanzar la meta imprescindible e irrenunciable de derribar el chavismo, pero de esa cuestión me ocuparé la próxima semana.