El enemigo que está dentro
La particularidad del caso venezolano es que el Estado ha sido capturado desde adentro. La cooptación criminal ha vaciado de contenido el orden jurídico, convirtiendo leyes, reglamentos y procedimientos en instrumentos de impunidad. El sistema de justicia es escudo protector del delito. Las fuerzas de seguridad dejaron de garantizar el orden para administrar territorios y economías ilícitas.
En estas condiciones, el Estado no puede ser administrado ni reformado: solo puede ser recuperado. Y esa recuperación exige una acción inicial de fuerza legítima, concentrada y decisiva.
Qué significa una terapia de shock en seguridad
La terapia de shock en seguridad no es autoritarismo ni represión indiscriminada. Es una intervención estratégica, excepcional y limitada en el tiempo, orientada a destruir simultáneamente las estructuras criminales incrustadas en el Estado antes de que puedan adaptarse o reagruparse.
Su finalidad no es gobernar mediante la fuerza, sino restablecer el control legítimo del Estado sobre tres elementos esenciales: el territorio, las armas y la justicia. Sin ese control mínimo, cualquier proyecto de reconstrucción nacional es inviable. La terapia de shock no sustituye la reforma institucional; la hace posible.
Este tipo de intervención exige simultaneidad, concentración en los centros reales de poder criminal, uso decidido del monopolio legítimo de la fuerza y un tránsito inmediato de la ruptura a la estabilización institucional. No busca administrar el caos, sino terminarlo de forma rápida y decisiva.
Romper la impunidad y el miedo
El sistema criminal que domina Venezuela no se sostiene únicamente por la violencia, sino por el miedo y la resignación social. La percepción de que “nada va a cambiar” es uno de sus principales activos estratégicos. Una terapia de shock bien ejecutada rompe ese equilibrio psicológico.
Cuando el Estado actúa de forma coordinada y visible, envía un mensaje inequívoco: el viejo orden criminal ha terminado. Ese mensaje alcanza a las redes delictivas, a los funcionarios cooptados y a los ciudadanos. La autoridad no se decreta; se demuestra. Sin esa ruptura de expectativas, la reconstrucción institucional carece de base social y operativa.
Sin ruptura no hay reconstrucción
Pretender reconstruir instituciones secuestradas es una contradicción en términos. Se pueden cambiar leyes, crear nuevos organismos y anunciar planes ambiciosos, todo esto es una quimera frustrante, si las estructuras criminales permanecen intactas, el poder real no se mueve. La experiencia venezolana lo demuestra con crudeza.
Como advirtió Guillermo O’Donnell, cuando el Estado pierde el control efectivo sobre sus instituciones coercitivas y judiciales, el Estado de derecho se reduce a una legalidad meramente formal: las leyes existen, pero no gobiernan; las instituciones permanecen, pero no mandan. En ese contexto, la reconstrucción no puede comenzar con reformas graduales, porque no hay autoridad real que las haga cumplir. La ruptura inicial es una condición necesaria para restablecer y reconstruir el Estado de derecho.
Siguiendo a Max Weber, el Estado se define por el monopolio legítimo de la fuerza sobre un territorio. Cuando ese monopolio se pierde, el Estado deja de existir como tal. En Venezuela, esa pérdida ha producido un fenómeno aún más grave: la transformación progresiva de los cuerpos armados del Estado —policiales y militares— en una guardia pretoriana.
En lugar de responder al orden constitucional y al interés nacional, estas estructuras han sido reorientadas a la protección de un núcleo de poder político-criminal, garantizando su supervivencia, control territorial e impunidad. La función esencial de la fuerza pública dejó de ser la seguridad de la Nación para convertirse en la defensa de un régimen y de las economías ilícitas que lo sostienen.
El eje de la ruptura: fuerzas armadas, policía y justicia
En el ámbito militar, la ruptura no puede limitarse al generalato. Implica la separación de los oficiales que ocupan cargos efectivos de comando, control territorial, manejo de unidades, armamento y cadenas operativas, independientemente de su grado. Quienes ejercen el mando real y han participado en economías ilícitas o en la preservación del poder criminal no pueden formar parte de la reconstrucción.
De igual forma, en el ámbito policial, la terapia de shock exige la remoción de los jefes de policía y titulares de cargos de comando, direcciones y unidades operativas, responsables del uso de la fuerza, de la administración de recursos y del control territorial. La cooptación criminal no se concentra en la tropa, sino en los niveles de dirección y mando, donde se decide a quién se protege, a quién se persigue y qué territorios se entregan al delito.
Sin una ruptura simultánea en los mandos militares y policiales, cualquier intento de reconstrucción será ilusorio. Mientras los cargos de comando permanezcan en manos de estructuras cooptadas, las fuerzas armadas y policiales seguirán operando como una guardia pretoriana, leal a un poder político-criminal y no al Estado ni al orden constitucional.
En el sistema de justicia, la depuración debe ser integral y estructural. No se limita a magistrados y al Fiscal General. Implica la remoción de todos los magistrados, de los presidentes de circuito, de los jueces rectores, así como la cúpula del Ministerio Público, incluidos sus directores y fiscales superiores, que han convertido la justicia en un instrumento de persecución selectiva e impunidad criminal. Los ciudadanos los tienen como los cancerberos del infierno que somete a la gente.
Riesgos reales, alternativa inexistente
Una terapia de shock implica riesgos: errores operativos, tensiones institucionales y desafíos en materia de derechos humanos, sopesando quienes han sido las víctimas durante décadas. Negarlo sería irresponsable. Pero utilizar esos riesgos como excusa para la inacción es aún más grave.
En un Estado criminalmente capturado, la inacción no es neutral: perpetúa la violencia, la corrupción y la violación sistemática de derechos. La diferencia entre abuso y autoridad legítima no está en la parálisis, sino en la planificación, el control civil y la transición inmediata hacia la reconstrucción institucional.
Conclusión
Venezuela no puede ser reconstruida sin una ruptura previa del orden criminal que la domina. La terapia de shock en seguridad no es deseable en condiciones normales, pero Venezuela no vive condiciones normales. Hoy, la alternativa no es entre shock o estabilidad, sino entre ruptura o desaparición funcional del Estado.
Una verdad es ineludible: sin ruptura no hay Estado; y sin Estado no hay Nación, ni derechos, ni futuro.
Perfil del autor
Miguel Angel Martin
Doctor en Ciencias (UCV). Especialista en Derecho Público (UCAB); Resolución de Conflictos (Government Institute, Minneapolis); y en Políticas de Seguridad y Defensa (Centro William Perry, Washington D.C.). Magistrado principal de la Sala Constitucional del TSJ de Venezuela. Profesor universitario.