jueves 7  de  noviembre 2024
OPINIÓN

Vía muerta

Los místicos nos han enseñado el mejor de los caminos
Diario las Américas | ITXU DÍAZ
Por ITXU DÍAZ

Aquí tan cerca de la noche el ruido no me alcanza. Hay un lugar entre estas estrellas para el silencio. Hay en el corazón de la selva una guarida, en el ojo del huracán un abismo que amaina las horas, un desván para las almas desasosegadas. Aquí la brisa aún perfuma purezas, las flores viven ajenas al polvo de los caminos atestados de urgencias, y el sol no tiene prisa por partir porque a la luna le gusta llegar adormecida.

Supongo que todos buscamos un paréntesis, cuando la cabeza hierve como una cafetera, y las manos del escritor se arrastran vacías entre monotonías y simplezas. No habíamos nacido para lo banal. No hemos venido a la orilla de todos estos folios para trazar palabras que pasen de largo de los corazones, que no entretengan a la inteligencia, que no se afanen al menos en retener, siquiera por un instante, la belleza de las cosas simples.

Asido a esta madrugada, me dejo balancear por el canto exacto del minutero. Se dibujan al fondo dos enormes montañas negras, silueta mastodóntica arrancada al templado brillo del cielo. Más acá duermen ya los árboles, pinos y eucaliptos entrelazados, como si estuvieran siempre compartiendo secretos de espaldas al mundo. Presiento el temblor de un par de ardillas insomnes y por ruido solo logro intuir el de los pétalos de los geranios, que parecen besarse las mejillas furtivamente, como los enamorados de una película en blanco y negro.

La Luna, recostada en la bóveda, me sostiene la mirada. Y veo en su luz un tiempo detenido, un claro en la bruma, un descanso en el fragor de la guerra. Me tiento las manos, las piernas, los pies. Parece que todo está en su lugar, también las heridas, algunas no son más ya que postillas, otras cicatrices irrelevantes. En el descanso el guerrero no piensa en el dolor de las heridas, sino en el alba de mañana. El viaje es corto, la batalla es fiera, las fuerzas son decrecientes. Nacemos débiles, morimos débiles y el resto apenas es un suspiro de soberbia muscular, una caricatura. Somos esencialmente dependientes; nuestra biografía, lo que nos aturde entre la niñez y la vejez no es más que un espejismo que se eleva entre dos divertidas curas de humildad.

Nada importa en este instante el murmullo del mundo. Tan liviano, tan concéntrico, tan monótono. Es esta una ventana a la eternidad, al tiempo viejo, a la vida de ayer, cuando aún le teníamos un respeto reverencial a la muerte y no a la vida. Bajo esta sobrecogedora explosión de estrellas, los hombros descansan de la carga del caminante. A menudo atravesamos los días portando sobre ellos el peso que llevaría un gigante, olvidando en la gesta que, tal vez, nos sería suficiente con la carga que se atrevería a llevar un guisante.

Los místicos nos han enseñado el mejor de los caminos. Mirar al cielo de la mano de la poesía. Cielo, belleza y libros viejos. Silencio, paz y la certidumbre de un presente reparador. Qué importa lo que brame en la tierra. Qué importa hoy, al menos. Soy el montañero que llega a lo alto, a la cumbre, respira hondo, contempla el mundo diminuto allá a lo lejos, y desploma su macuto exhalando un mugido de libertad. Aquí el problema es el aroma de una playa lejana. Aquí el mayor quebradero de cabeza es la forma caprichosa de las nubes. Aquí el recuerdo se recuesta en el olvido y el futuro se diluye en gravedad. Aquí la tristeza se alía con el sueño, las palabras se enamoran del paisaje, los labios se desgastan de poemas. Aquí el aire viaja adormilado, el cuerpo intuye el alto en el camino y estas manos de escribidor, siempre aferradas a la pluma y al papel, se desmayan, apuntando sus palmas a los cielos, y se abren lentamente al paso de la luna, como flores de noche en verano.

Aquí en la muerte del vértigo, en el exilio de la llamas, en el patíbulo de la ansiedad, bendigo al Dios que creó tanta belleza. Las lágrimas, de los llantos y las risas, aquí no son desesperadas. Son solo el alimento de estas flores que han prometido al alba que engalanarán de perfume y color la hora de su llegada.

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