El quiebre terminal de toda simulación de la democracia y el Estado de Derecho en Venezuela, con la decisión del Tribunal Supremo de Justicia que clausura de modo definitivo a la Asamblea Nacional de signo opositor –en accionar coludido de Diosdado Cabello, Nicolás Maduro y, como ahora se constata, del mismo Vladimir Padrino, desde el 6 de diciembre de 2015– deja un sabor amargo en nuestra sociedad, que provoca vómitos.
No es sólo la constatación de lo que sabemos y que con coraje –por ser un esclavo de los principios– desnuda Luis Almagro, secretario general de la OEA, al señalar, ante su Consejo Permanente, que el régimen venezolano no ha dejado en pie un solo artículo de la Carta Democrática Interamericana.
En pocas palabras, se violan de modo sistemático los derechos humanos y su emblema son los presos políticos y las torturas a que se les somete, no se ejerce el poder conforme al Estado de Derecho, ahora sustituido por un “régimen de la mentira” que purifica los crímenes gubernamentales en el altar de una justicia venal; el régimen de partidos ha sido puesto en cuarentena por el poder electoral, han desaparecido las elecciones y de suyo el valor de la soberanía popular, la separación de poderes sólo existe entre las cuotas dinerarias y de armas de los miembros del cártel gubernamental, no hay subordinación de los militares al poder civil sino control por sus altos mandos de los negociados oficiales y hasta del tráfico internacional de cocaína, la prensa libre ha desaparecido y la sustituye el totalitarismo comunicacional que ejercen el gobierno y sus testaferros del “sector privado”, construido a la medida “bolivariana”, y nada que decir de la transparencia, pues basta mirar el empantanamiento con las "coimas" de la Odebrecht y el grotesco peculado en la industria petrolera, PDVSA, que hoy la obliga a importar gasolina para nuestro consumo. Más no se puede.
Aun así, los socios de causa de Maduro, a saber y en primer término, el expresidente del Gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero, consideran lo anterior como una minucia, un mero traspiés en la polarización política que observan ocurre en Venezuela desde hace 20 años.
Para Zapatero y sus colegas, los expresidentes Leonel Fernández de República Dominicana y Martín Torrijos de Panamá, los venezolanos hemos de tener paciencia. Hemos de avanzar, según ellos, hacia un reconocimiento recíproco y en un diálogo de largo aliento, paciente, con el gobierno de Maduro; para lo que obvian que la mayoría determinante del pueblo soberano lo rechaza por su inmoral conducta pública.
A esta altura, vistas las cosas y nada ocultas, ¿cree aún Zapatero que se trata de una mera oposición entre el modelo progresista de quienes forjaran en América Latina el Socialismo del siglo XXI –unos muertos, otros en estrados de la Justicia– y los supuestos defensores de la democracia formal y liberal, por cultores de la derecha?
Es cosa nimia para estos exgobernantes, apenas atribuible a las maldades de Imperio o la insensibilidad del capitalismo, que parte de la familia presidencial venezolana haya sido encontrada responsable del crimen de narcotráfico, que al Vicepresidente se le señale como cabeza de uno de los cárteles de la droga y agente del terrorismo islámico, o que al Presidente del Tribunal Supremo de Justicia le aparezcan antecedentes penales por homicida.
El caso es que el secretario Almagro plantea como solución al grave entuerto señalado la realización de elecciones generales. Así de simple. Es decir, que ante la disolución práctica del Estado y la invertebración nacional ocasionada por los males que sufre Venezuela lo pertinente es volver a las fuentes de la soberanía. Diez gobernantes de la región, no obstante, socios y beneficiarios de los dineros del narco-socialismo venezolano han preferido acompañar a Maduro y la tesis Zapatero en el seno de la OEA. En buena hora 20 estados y 2 neutrales, antes bien, consideran que la cuestión debe analizarse pues es grave, imposible de disimular o traspapelar con las argucias diplomáticas.
La pregunta que se hace Almagro y que interpela a los Estados miembros del Sistema Interamericano en esta hora nona, es si éstos se encuentran dispuestos a defender el decálogo contenido en la Carta Democrática Interamericana y sostener a la OEA como el club de las democracias. O acaso regresar al estadio en el que alrededor de la mesa de las Américas se sentaban las espadas de las dictaduras junto a los gobernantes civiles electos por sus pueblos.
Creo yo, que la cuestión es más agonal y hace relación directa con el relativismo de la política contemporánea que busca tomar cuerpo desde inicios del presente siglo. Todo se tolera en nombre y con abuso de la democracia y del derecho de cada quien a ser diferente; sea terrorista, quien mal se abroquela para sus crímenes de lesa humanidad en El Corán, sea narcotraficante, quien pacta un modus vivendi con sus víctimas para que en nombre de la paz se le aseguren escaños como diputados del pueblo en sus países.
Así las cosas, la pregunta pertinente es otra: ¿Habrán de sentarse en la OEA los gobiernos democráticos que practican las leyes universales de la decencia humana con quienes hacen de la democracia y sus instituciones empresas para el crimen y el lavado de sus dineros ensangrentados? ¿Es esa la opción, señor Zapatero?