martes 9  de  diciembre 2025
ANÁLISIS

Bad Bunny, Calle 13 y la globalización de la cultura pop antiestadounidense

Este análisis demuestra cómo un movimiento que alguna vez se arraigó en la rebeldía artística ha madurado hasta convertirse en un instrumento sofisticado de poder blando cultural

Diario las Américas | RAFAEL MARRERO
Por RAFAEL MARRERO

A David Horowitz, un sobreviviente del comunismo y guerrero cultural de primera línea.

A Charlie Kirk, mártir en la lucha por la segunda guerra por la independencia de EEUU

A lo largo de cinco décadas, los músicos más influyentes de América Latina (Rubén Blades, Calle 13 y Bad Bunny) han transformado la música popular en una plataforma de activismo ideológico. Lo que comenzó como salsa de protesta en la década de 1970 ha evolucionado hacia el reguetón digital “woke”, llevando consigo una corriente constante de antiestadounidensismo, romanticismo marxista y agravio cultural. Sus letras, imágenes y declaraciones políticas forman un hilo continuo que refleja la retórica revolucionaria de La Habana, Caracas y otros centros autoritarios de influencia.

Este análisis demuestra cómo un movimiento que alguna vez se arraigó en la rebeldía artística ha madurado hasta convertirse en un instrumento sofisticado de poder blando cultural, capaz de moldear percepciones globales sobre Estados Unidos, redefinir normas morales e influir en una generación más a través del ritmo y la imagen que mediante el argumento o la razón.

Resumen

En el último medio siglo ha surgido una nueva forma de comunicación ideológica en la música popular latina, impulsada por artistas cuyo carisma y alcance global rivalizan con los de los líderes políticos. Este ensayo examina cómo Rubén Blades, Calle 13 y Bad Bunny han incorporado narrativas antiestadounidenses y neomarxistas en su música, al tiempo que los medios occidentales los celebran como innovadores culturales y voces morales.

Basándose en el análisis político-cultural y en la literatura académica sobre poder blando y propaganda en el entretenimiento, sostiene que estos artistas ejemplifican una tendencia más amplia: la conversión del arte en activismo y de la disidencia en identidad de marca. Al combinar el simbolismo revolucionario con el espectáculo comercial, han transformado la música latina en mensaje y en mercado a la vez, erosionando la gratitud cívica y normalizando la hostilidad ideológica hacia Estados Unidos.

En última instancia, este estudio sitúa su obra dentro del continuo geopolítico de las campañas de influencia cultural, desde la solidaridad de la Guerra Fría con La Habana hasta el populismo digital actual, revelando cómo el entretenimiento se ha convertido en el medio más eficaz mediante el cual los regímenes autoritarios y populistas exportan sus narrativas, no por la fuerza de las armas, sino por la seducción del ritmo.

Por qué importa esto

La cultura moldea la política. Cuando las plataformas globales de entretenimiento glorifican el resentimiento hacia Estados Unidos, normalizan corrientes ideológicas afines a regímenes que socavan la libertad y reprimen la disidencia. Comprender la red de influencia cultural que vincula música, medios y poder político resulta esencial para defender la libertad de pensamiento en todo el hemisferio.

Introducción: El ritmo del agravio

Desde la salsa de los años setenta hasta el reguetón contemporáneo, la música latina ha funcionado no solo como entretenimiento, sino también como vehículo de comunicación ideológica. Lo que comenzó como una expresión cultural de identidad y lucha social ha sido, con el tiempo, aprovechado para difundir narrativas explícitamente políticas, con frecuencia hostiles a Estados Unidos y al orden democrático liberal que este representa. En esta evolución, la música se convirtió tanto en espejo como en mensajero: una banda sonora del agravio, la rebeldía y la reprogramación ideológica.

Durante la Guerra Fría, la Cuba revolucionaria utilizó el arte de forma eficaz como propaganda. Las instituciones culturales de La Habana (la Casa de las Américas, el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos [ICAIC] y los festivales de música patrocinados por el Estado) exportaron un mensaje de resistencia envuelto en ritmo. Su misión era clara: redefinir la identidad latina a través de un lente antiimperialista y sustituir la admiración por la prosperidad estadounidense por un sentimiento de resentimiento hacia su influencia. Estas instituciones cultivaron a una generación de intelectuales y artistas, como Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, y el movimiento de la nueva trova, cuya música y poesía romantizaban la insurgencia mientras vilipendiaban a Estados Unidos como causa raíz de la desigualdad en el hemisferio.

Para las décadas de 1970 y 1980, el modelo cubano de “arte como revolución” se había extendido por toda la región. En Nicaragua, el gobierno sandinista elevó a músicos como Carlos Mejía Godoy a símbolos ideológicos; en Chile, el legado de Víctor Jara y Quilapayún se convirtió en grito de guerra del martirio marxista. La estética de la protesta (puños en alto, guitarras folclóricas e himnos colectivistas) trascendió las fronteras. De Panamá a Chile y Argentina, músicos y poetas de izquierda encontraron en su arte una justificación moral para la revolución y un lucrativo mercado internacional para la disidencia. Esta exportación ideológica sobreviviría a la propia Unión Soviética, mutando en capital cultural para la izquierda posmoderna.

En la era posterior a la Guerra Fría, mientras el socialismo se derrumbaba en Europa, encontró refugio en el ámbito de la cultura. Las narrativas antiestadounidenses que antes se transmitían mediante panfletos políticos circulan ahora a través de videoclips musicales, premiaciones y plataformas de streaming digital. El reguetón y el trap latino de hoy, encabezados por artistas como Calle 13 y Bad Bunny, heredan esta tradición del agravio, reempaquetando el resentimiento marxista como virtud moral y como rebeldía “chic” revolucionaria. El ritmo ha cambiado, pero el mensaje permanece: Estados Unidos es el opresor y la rebeldía cultural es una forma de liberación.

Los grandes medios, como CNN, The Guardian y Rolling Stone, han amplificado esta narrativa, presentando a los intérpretes que critican a Estados Unidos como voces auténticas de la “resistencia”. Sin embargo, bajo la coreografía de la protesta y el espectáculo del activismo de celebridades subyace una campaña hemisférica coordinada (política, ideológica y cultural) destinada a deslegitimar la autoridad moral de la democracia liberal mientras glorifica el autoritarismo populista promovido por el eje Castro-Chávez-Maduro.

El resultado es una paradoja: el arte, antes celebrado por su espontaneidad, funciona ahora como instrumento estratégico de poder blando. El ritmo del agravio se ha transformado en ritmo de la geopolítica. Esta melodía seductora vende rebeldía a las masas mientras socava la misma civilización que hizo posible tal libertad de expresión.

Rubén Blades: El prototipo salsero y el trasfondo bolivariano

Para comprender la genealogía ideológica de la música de protesta en América Latina, es necesario comenzar por Rubén Blades, intelectual panameño, abogado formado en Harvard, actor y músico que convirtió la salsa en vehículo de militancia de izquierda. Más que un cantante, Blades se volvió la voz de una generación desilusionada con el poder estadounidense y seducida por el romanticismo de la revolución. Utilizó el alcance global de su música, lo que los críticos llamaron “salsa intelectual”, para fusionar la lucha de clases marxista, la teología de la liberación y el resentimiento antiimperialista en el lenguaje rítmico de los trópicos.

A finales de la década de 1970, Blades había alcanzado un nivel de influencia que rivalizaba con Bob Dylan en el mundo angloparlante. Sus colaboraciones con Willie Colón en álbumes como Metiendo Mano! (1977) y Siembra (1978) vendieron millones de copias, llevando letras políticas en formato bailable a audiencias de América, Europa y África. Canciones como “Tiburón” (1979) eran alegorías apenas veladas que retrataban a Estados Unidos como un tiburón depredador que devora a naciones latinoamericanas indefensas. “Buscando América” (1984) lamentaba un continente herido por la injusticia, culpando de forma implícita al capitalismo estadounidense y a la política de la Guerra Fría como raíces de ese sufrimiento. En conciertos de La Habana a Buenos Aires, sus versos se convirtieron en himnos para quienes veían a Estados Unidos no como fuerza estabilizadora, sino como ocupante imperial.

Las ambiciones políticas de Blades se extendieron más allá de la música. En 1994 fundó el Movimiento Papa Egoró, un partido ambientalista de izquierda en Panamá, y se postuló a la presidencia, quedando en un cercano tercer lugar. Más tarde, bajo el gobierno de Torrijos, se desempeñó como ministro de Turismo (2004–2009), elogiando públicamente el “despertar bolivariano” de América Latina bajo Hugo Chávez y Evo Morales. Aunque posteriormente intentó distanciarse de los excesos autoritarios, su retórica enmarcó de manera constante a Estados Unidos como potencia hegemónica que explota a los trabajadores y a las culturas latinoamericanas. Sus discursos y entrevistas a lo largo de las décadas de 1980 y 1990 replicaron los argumentos de la teoría de la dependencia, comunes en la academia de izquierda, retratando la prosperidad estadounidense como producto de la subordinación económica de América Latina.

La gravitas cultural de Blades amplificó la legitimidad de estas ideas. Para millones de jóvenes latinoamericanos, representó la respetabilidad intelectual, el artista-abogado que dio sofisticación moral y poética a la causa antiestadounidense. Reposicionó la militancia como conciencia moral, sustituyendo el uniforme guerrillero por un micrófono. Al romantizar la revolución mediante la música, Blades normalizó una postura de agravio perpetuo hacia Estados Unidos y preparó el terreno emocional para que artistas posteriores, como Calle 13 y Bad Bunny, heredaran y globalizaran esa narrativa.

En este sentido, Rubén Blades no fue solo el “Bob Dylan de América Latina”; fue su trovador político del descontento, transformando la salsa de celebración en acusación. Su sofisticación lírica volvió el sentimiento antiestadounidense algo elegante entre las élites culturales, marcando el inicio de un largo capítulo en el que la protesta se convirtió en performance e ideología en entretenimiento. El vocabulario político y estético que él inauguró sigue resonando hoy en las voces más exitosas de la música latina.

Calle 13: De la militancia cultural a la alineación política

El momento político de irrupción de Calle 13 llegó en 2005 con “Querido FBI”, escrita pocas horas después del operativo del Buró Federal de Investigaciones (FBI) que terminó con la muerte de Filiberto Ojeda Ríos, el guerrillero marxista e independentista que lideraba el grupo urbano armado y respaldado por La Habana, Los Macheteros. La canción funciona como un comunicado de protesta que denuncia la acción federal estadounidense como un acto de agresión imperial.

Filiberto Ojeda Ríos no fue únicamente un agitador revolucionario; también fue músico. Trompetista profesional formado en La Habana durante los primeros años de la Revolución cubana, tocó en varios conjuntos de jazz latino antes de volcarse a la política radical. Informes desclasificados de inteligencia estadounidense indican que Ojeda Ríos recibió formación ideológica y técnica de los servicios de inteligencia cubanos y posteriormente aplicó esas habilidades para organizar operaciones clandestinas a favor de la independencia de Puerto Rico. Su doble identidad de artista y militante encarnó la fusión de cultura e insurgencia que más tarde reaparecería, en forma lírica, a través de grupos como Calle 13. La transformación de trompetista a terrorista ejemplifica cómo la música, antaño medio de armonía, puede reciclarse como herramienta de agitación y reclutamiento ideológico.

El verso más polémico de la canción, “Hoy me disfrazo de machetero y esta noche voy a ahorcar a diez marineros”, condensa la rabia y el simbolismo del extremismo separatista puertorriqueño (Calle 13, 2005). Los estudiosos interpretan la letra como una escalada retórica más que una amenaza literal, pero su efecto es inconfundible. Cervantes (2007) y Rivera (2012) señalan que invoca deliberadamente imágenes violentas para dramatizar la supuesta opresión colonial, marcando una de las declaraciones más abiertamente antiestadounidenses de la música popular latinoamericana contemporánea.

La ceguera moral de esta retórica se vuelve aún más evidente cuando se la contrasta con el historial real de violencia de los grupos separatistas extremistas en Puerto Rico. El 3 de diciembre de 1979, miembros de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN) y radicales aliados tendieron una emboscada a un autobús de la Marina estadounidense en Sabana Seca, abriendo fuego contra marineros desarmados que regresaban a la base. Dos estadounidenses, los suboficiales Marvin E. Phillips y Rubén D. López, murieron en el acto, y otros diez resultaron gravemente heridos. Los atacantes huyeron en la noche, dejando tras de sí una escena de carnicería que conmocionó a la isla. Investigadores federales describieron posteriormente el ataque, reivindicado por una facción de las FALN, como uno de los actos de terrorismo doméstico más mortíferos en la historia reciente de Puerto Rico.

En este contexto, “Querido FBI” no es una defensa valiente de la justicia, sino una provocación artística insensible que trivializa una tragedia real. Romantizar a los separatistas armados o presentar los ataques contra militares estadounidenses como “resistencia” equivale a profanar la memoria de quienes sirvieron con honor y murieron uniformados. La imaginería de la canción, que sugiere violencia contra “marineros”, no puede descartarse como mera metáfora cuando, en efecto, marineros reales fueron asesinados en suelo puertorriqueño. Lejos de constituir empoderamiento cultural, este tipo de arte glorifica actos cobardes de terror y socava los cimientos morales de la responsabilidad artística.

Alineación ideológica y respaldos internacionales

René Pérez Joglar, conocido artísticamente como Residente, vocalista principal de Calle 13, ha utilizado de manera sistemática su plataforma musical para respaldar movimientos y regímenes políticos hostiles a los intereses de Estados Unidos. Durante las dos últimas décadas ha actuado tanto en Venezuela como en Cuba, donde sus presentaciones fueron patrocinadas o amplificadas por instituciones estatales y cubiertas por medios oficiales como expresiones de solidaridad con las revoluciones bolivariana y cubana (Jiménez, 2015; El Universo, 2009; Ministerio del Poder Popular para la Cultura, 2024). En Caracas, Residente participó en festivales organizados por el Ministerio de Cultura de Venezuela y PDVSA La Estancia para conmemorar al cantante-activista Alí Primera, donde elogió “la lucha de los pueblos” contra lo que llamó imperialismo estadounidense. Sus presentaciones en La Habana, transmitidas por la televisión estatal cubana y reseñadas en Granma, el periódico oficial y órgano de propaganda del Partido Comunista de Cuba, fueron celebradas como tributos a la unidad socialista a través del arte.

El activismo de Residente va más allá de los conciertos. Hizo campaña abiertamente a favor de la liberación de Oscar López Rivera, miembro condenado de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN), la misma organización guerrillera urbana marxista-leninista responsable de numerosos atentados y ataques terroristas en territorio estadounidense durante las décadas de 1970 y 1980 (Rivera, 2012). En actos públicos y en redes sociales, presentó a López Rivera no como terrorista, sino como “preso político”, alineándose con líderes latinoamericanos de izquierda que exigían su liberación. En 2017, cuando el presidente Barack Obama conmutó la sentencia de López Rivera, Residente celebró la decisión como una “victoria para la dignidad puertorriqueña”.

También encabezó llamados para la retirada de la Marina estadounidense de la isla de Vieques, eco de narrativas antimilitares y antiestadounidenses de larga data propagadas por los medios de Cuba y Venezuela. Durante entrevistas televisadas y presentaciones en vivo, Residente describió la presencia militar estadounidense como “ocupación colonial”, enmarcándola como una continuación de la explotación imperial más que como asunto de defensa nacional.

Más allá de su activismo regional, Residente ha asumido posiciones políticas antiisraelíes, representando con frecuencia a Israel como agresor colonial y alineándose con campañas globales pro-palestinas (Rivera, 2012). Este patrón más amplio lo sitúa entre los artistas que fusionan políticas identitarias, agravio poscolonial e ideología tercermundista en una sola narrativa cultural que equipara a Estados Unidos y sus aliados con la opresión.

Mediante estos actos de defensa política, Residente ha transformado de facto a Calle 13 de grupo musical en marca ideológica transnacional, que armoniza la retórica de Caracas, La Habana y el activismo radical bajo la bandera de la autenticidad cultural y la justicia social. Su carrera ilustra cómo el activismo de celebridades opera hoy como poder blando: la música como megáfono, la ideología como mercancía.

Bad Bunny: heredero digital de la protesta populista

La retórica y la postura artística de Bad Bunny reproducen sentimientos similares antiestadounidenses, incluidos la crítica a la aplicación de las leyes migratorias y el rechazo simbólico al “mainland” en sus giras mundiales. Medios alineados con regímenes, como TeleSUR, han amplificado sus mensajes como arte antiimperialista.

Su protagonismo ha alcanzado ahora el centro simbólico de la cultura pop estadounidense. En septiembre de 2025, Reuters confirmó que la NFL había invitado a Bad Bunny a encabezar el espectáculo de medio tiempo del Super Bowl LX, previsto para el 8 de febrero de 2026. El anuncio provocó debate debido a sus declaraciones e imágenes previas de tono antiestadounidense. Los críticos argumentaron que un artista que ha despreciado instituciones estadounidenses no debería encabezar un evento que celebra la unidad nacional, mientras que sus defensores lo vieron como un hito para la representación latina. La polémica pone de relieve la paradoja de un artista que se beneficia de la libertad estadounidense mientras promueve la retórica del agravio. Como señalan algunos comentaristas, la decisión de la NFL ejemplifica el “capitalismo woke”: la búsqueda de una marca moral y de una óptica de inclusión por encima de la coherencia cultural (Phiri, 2023; Paternotte, 2021; Reuters, 2025).

Los guardianes corporativos y la marca ideológica

La política en torno al espectáculo de medio tiempo del Super Bowl va más allá de los artistas sobre el escenario. Desde 2019, la Liga Nacional de Fútbol Americano (NFL) se ha asociado con Roc Nation, la empresa de entretenimiento fundada por el rapero y empresario Shawn “Jay-Z” Carter, para producir el evento. Roc Nation controla la dirección creativa, la selección de artistas y la integración de patrocinadores para la iniciativa “Inspire Change” de la liga. La figura de Carter ilustra cómo el mensaje ideológico en el entretenimiento masivo se diseña de arriba hacia abajo y no surge de manera espontánea de los artistas.

La marca personal de Jay-Z ha combinado desde hace tiempo el emprendimiento con el activismo progresista. En 2013, él y Beyoncé viajaron a La Habana, Cuba, bajo una licencia de intercambio cultural del Departamento del Tesoro de Estados Unidos, un viaje ampliamente interpretado como respaldo implícito a la normalización de relaciones con el régimen de los Castro (Reuters, 2013). Ha apoyado públicamente el movimiento Black Lives Matter y utilizado su plataforma para enmarcar temas de justicia penal desde una óptica de política racial (Rolling Stone, 2020). “Jay-Z” Carter también ha sido fotografiado vistiendo camisetas con la imagen de Che Guevara, invocando la figura de un revolucionario marxista cuyo legado resulta inseparable de la violencia antiestadounidense.

Desde la perspectiva de la política cultural, el control de Jay-Z sobre el espectáculo de medio tiempo del Super Bowl coloca una de las transmisiones familiares más importantes del país bajo la influencia artística de una figura cuyas simpatías políticas se alinean con frecuencia con las corrientes antiestablishment y antiestadounidenses que hoy moldean la cultura pop global. La decisión pone de relieve cómo los conglomerados de entretenimiento ceden cada vez más la autoridad moral a empresarios de la fama que fusionan marketing comercial con activismo ideológico. El resultado es un espectáculo que vende rebeldía mientras se beneficia de las libertades y mercados que critica.

La pareja de poder como amplificador cultural

Jay-Z y Beyoncé funcionan como una marca cultural e ideológica unificada, no como entidades artísticas separadas. Las decisiones profesionales de Beyoncé, como su presentación del 20 de septiembre de 2013 en Caracas, Venezuela, durante The Mrs. Carter Show World Tour, amplían la influencia de la pareja hacia regiones gobernadas por regímenes antiestadounidenses (Concert Archives, 2013). Dado que gran parte de sus giras llevan el título “Mrs. Carter”, las asociaciones políticas y simbólicas se extienden inevitablemente a Jay-Z. Sus proyectos conjuntos, como la gira On the Run Tour, refuerzan la idea de que los gestos individuales de cada uno contribuyen a una narrativa ideológica compartida (NFL, 2019; Reuters, 2013).

Por ello, al evaluar el alcance cultural de Jay-Z, es necesario considerar cómo las actuaciones de Beyoncé y sus posiciones públicas amplifican su marca y visión del mundo. Su colaboración fusiona espectáculo comercial con señalización moral, mezclando entretenimiento artístico, activismo político y branding corporativo en una sola empresa. Juntos encarnan una nueva forma de diplomacia de celebridades: aquella que vende rebeldía envuelta en ritmo, convirtiendo la ideología en imagen y la disidencia en estilo de vida.

Benito Antonio Martínez Ocasio, alias Bad Bunny: heredero digital de la protesta populista

La discografía de Bad Bunny como activismo: temas, pistas y tácticas

Bad Bunny ha utilizado de manera reiterada su catálogo para impulsar una postura política y cultural que combina el agravio antiestadounidense, la retórica “decolonial” y la señalización pro-LGBTQ+, a menudo empaquetándola para lograr el máximo alcance viral mediante puestas en escena visualmente provocadoras y momentos de alto impacto mediático.

  • La protesta como producto: “Afilando los Cuchillos” (2019)

Lanzada en conjunto con Residente e iLe durante las manifestaciones masivas que derivaron en la renuncia del gobernador Ricardo Rosselló, la canción funciona como un comunicado callejero, anticorrupción, antiestablishment y abiertamente orientado al movimiento. NPR y Pitchfork documentaron cómo el tema se convirtió en banda sonora de las marchas, con la retórica de los artistas presentada como llamado a la justicia popular más que como agitación partidista (Contreras, 2019; Pitchfork, 2019; The Guardian, 2019).

  • Políticas de performance LGBTQ+: “Yo Perreo Sola” (2020)

En el video de “Yo Perreo Sola”, Bad Bunny aparece travestido y centra un mensaje de “respeto” para las mujeres y la cultura de club queer. La prensa musical dominante celebró el clip como un avance en los códigos visuales de la corriente principal latina (Rolling Stone, 2020; Billboard, 2020). Esa misma temporada, utilizó el programa The Tonight Show para recordar a la mujer trans asesinada Alexa Negrón Luciano, vistiendo una camiseta con el mensaje “They killed Alexa, not a man in a skirt” y actuando con falda, consolidando su persona de aliado LGBTQ+ en la televisión estadounidense de horario estelar (CBS News, 2020; Pitchfork, 2020; Vogue, 2020).

  • Mensajes antiprivatización y antigentrificación: “El Apagón” (2022)

Lanzada con un mini-documental de 18 minutos de la periodista investigativa Bianca Graulau, “El Apagón” apunta contra la empresa privatizadora de la energía LUMA, los migrantes tributarios de la Ley 22, el desplazamiento y la privatización de playas y terrenos. Rolling Stone y Billboard caracterizaron la pieza como una denuncia explícitamente política, “incendiaria”, empaquetada como videoclip, ejemplo de cómo Bad Bunny fusiona periodismo, estética y agitación (Rolling Stone, 2022; Billboard, 2022; Democracy Now!, 2022).

  • Óptica de invitados en el Choliseo

La residencia 2025 de Bad Bunny No Me Quiero Ir de Aquí en el Coliseo de Puerto Rico (“El Choliseo”) funcionó tanto como serie de conciertos como escaparate ideológico. Además de la presencia de alto perfil de LeBron James, destacado jugador profesional de la NBA y partidario de Black Lives Matter con vínculos comerciales de larga data con la República Popular China, la lista de invitados incluyó figuras asociadas con causas progresistas, “woke” y pro-socialistas. Entre ellos se encontraba René Pérez Joglar (Residente), abierto simpatizante de los regímenes de La Habana y Caracas y voz recurrente del activismo de izquierda inclusivo con la agenda LGBTQ+. Su aparición conjunta en el escenario simbolizó un puente entre dos generaciones de artistas puertorriqueños cuyas marcas creativas fusionan políticas identitarias con discurso nacionalista y antiestadounidense (Bleacher Report, 2025; Billboard, 2025; Jiménez, 2015).

El mensaje colectivo fue inequívoco: resistencia empaquetada como espectáculo pop. La inclusión de figuras globalmente reconocidas y cargadas ideológicamente transformó el Choliseo en un espacio híbrido, parte arena de entretenimiento, parte teatro político. Mediante esta curaduría de invitados, Bad Bunny reforzó su misión cultural: elevar el sentimiento separatista puertorriqueño y la política progresista bajo la bandera universal de la rebeldía de celebridad.

  • Simbolismo de la bandera e iconografía separatista

Igualmente reveladora es la versión de la bandera de Puerto Rico que aparece de forma prominente en los videos y presentaciones en vivo de Bad Bunny. En lugar del triángulo azul marino de la bandera oficial del Estado Libre Asociado, su imaginería muestra con frecuencia un triángulo azul celeste, diseño históricamente asociado con el movimiento independentista puertorriqueño y utilizado por organizaciones nacionalistas y socialistas desde la década de 1930 (Smithsonian Institution, s. f.; Puerto Rico Flag Foundation, s. f.).

Puerto Rico es territorio de Estados Unidos desde 1898, tras el Tratado de París que puso fin a la Guerra Hispano-Estadounidense. Sus residentes son ciudadanos estadounidenses desde 1917 en virtud de la Ley Jones–Shafroth, y el estatus político de la isla como Estado Libre Asociado la sujeta a la Constitución estadounidense. Por ley y protocolo, la bandera oficial del Estado Libre Asociado de Puerto Rico, con su triángulo azul marino, debe exhibirse junto con, y nunca en lugar de, la bandera de Estados Unidos. La versión que aparece en los videos y producciones escénicas de Bad Bunny, con un triángulo azul más claro, no es la bandera oficial, sino la variante separatista o “independentista”, asociada desde hace tiempo con los movimientos proindependencia y el activismo antiestadounidense (Puerto Rico Flag Foundation, s. f.; Smithsonian Institution, s. f.).

La bandera del triángulo azul celeste adquirió una resonancia histórica y simbólica duradera el 25 de octubre de 1977, cuando miembros del Partido Socialista Puertorriqueño (PSP), organización marxista, proindependentista y afiliada fraternal oficial del Partido Comunista de Cuba, escalaron la Estatua de la Libertad y desplegaron una enorme bandera puertorriqueña desde su corona. Lejos de ser una simple maniobra publicitaria, la acción constituyó una confrontación política deliberada destinada a exponer lo que los activistas describían como la relación colonial de Estados Unidos con Puerto Rico. Al colgar la bandera en la frente de la figura de la libertad, la escena funcionó tanto como metáfora como acusación: mientras la estatua simboliza libertad y democracia, los puertorriqueños, argumentaban ellos, seguían atados a un estatus territorial que les negaba plena representación política. Sus demandas fueron explícitas: la liberación de los “presos políticos” puertorriqueños y el fin del “dominio colonial estadounidense sobre la isla” (Zinn Education Project, s. f.; New York Times Archives, 1977). La imagen de la bandera azul celeste ondeando sobre el símbolo de la libertad estadounidense se convirtió en uno de los íconos perdurables de la resistencia separatista. Cuando artistas contemporáneos, incluido Bad Bunny, reproducen ese tono o composición en el diseño escénico y la imaginería visual, evocan el simbolismo de la protesta de 1977 y alinean su arte con una tradición visual arraigada en la disidencia antiestadounidense.

Al proyectar o portar esta variante de la bandera, Bad Bunny invoca un lenguaje visual entendido desde hace tiempo como separatista más que cívico. El cambio de color, sutil para el espectador casual pero cargado de significado histórico, señala lealtad a una causa que considera a Estados Unidos no como protector, sino como colonizador.

Igualmente significativo es su uso recurrente de la “pava”, el sombrero de paja tradicional del jíbaro, instantáneamente reconocible para los puertorriqueños. La pava se asocia estrechamente con el jíbaro, o campesino de la montaña, arquetipo cultural que representa la virtud rural y la identidad agraria. Su significado político, sin embargo, es más complejo. El Partido Popular Democrático (PPD) adoptó la figura del jíbaro y la pava como emblema, junto con el lema “Pan, Tierra y Libertad”, frase con claras resonancias de la retórica revolucionaria temprana soviética y marxista. El primer gobernador electo del PPD, Luis Muñoz Marín, se describía a sí mismo como socialista democrático y fusionó la reforma económica populista con el simbolismo nacionalista.

Las connotaciones revolucionarias de la pava trascienden asimismo a Puerto Rico. Un sombrero de paja similar, conocido como “sombrero de yarey”, fue el usado por el Ejército Libertador Mambí en Cuba durante su lucha independentista del siglo XIX contra España, lo que le da al símbolo una resonancia transcaribeña. Así, cuando Bad Bunny usa la pava, no se limita a celebrar el orgullo rural; recodifica visualmente la imaginería agraria en una estética cuasi revolucionaria, fusionando el nacionalismo puertorriqueño con la iconografía de izquierda (Smithsonian Institution, s. f.; Wikipedia–PPD, 2025).

En conjunto, estos elementos (invitados ideológicamente afines, atuendo simbólico y la bandera separatista) expanden el proyecto artístico de Bad Bunny mucho más allá de la música. Sus presentaciones en el Choliseo se convierten en tableaux políticos que fusionan nacionalismo puertorriqueño, políticas identitarias progresistas y narrativas antiestadounidenses en una marca visual y sonora coherente. Al hacerlo, transforma la cultura pop en propaganda, convirtiendo el agravio nacional en entretenimiento global.

Fronteras culturales y protección de la juventud

Otra dimensión del fenómeno Bad Bunny es la difuminación deliberada del género y la identidad sexual a través de la performance. En conciertos, videos y eventos televisados, ha aparecido con atuendo femenino, ha recurrido a coreografías abiertamente sexuales y ha llenado sus letras de lenguaje soez o sugerente, acciones que los promotores describen como “romper tabúes”. Estas exhibiciones se comercializan como formas de libertad de expresión, pero se han convertido en pieza central de la programación familiar en horario estelar.

El Super Bowl de la Liga Nacional de Fútbol Americano (durante mucho tiempo símbolo de unidad nacional) corre ahora el riesgo de convertir su escenario de medio tiempo en vehículo de provocación sexual y mensaje ideológico. Los padres deben hacerse una pregunta sencilla: ¿es esto lo que quiero que vean mis hijos? Cuando el arte renuncia a la mesura, pierde su capacidad de elevar. La búsqueda de impacto a toda costa en la industria del entretenimiento corroe la imaginación moral de los jóvenes y erosiona el respeto por la modestia, la disciplina y la dignidad humana.

Preservar la decencia en la cultura de masas no es censura; es una forma de responsabilidad cívica. Difusores, patrocinadores y educadores comparten la responsabilidad de asegurar que los espectáculos públicos reflejen virtud, no vulgaridad, y que la libertad de expresión no se convierta en licencia para eludir la rendición de cuentas. La defensa de la cultura comienza no con la represión, sino con el discernimiento y el coraje moral.

Redes, ecosistemas de financiamiento y asociaciones públicas

La gestión de Bad Bunny opera bajo Rimas Entertainment, fundada por Rafael Ricardo Jiménez-Dan, ex viceministro venezolano durante los años de Chávez. Billboard (2023) y NotiCel (2022) informaron que su inversión inicial en Rimas desencadenó escrutinio político en Puerto Rico. Si bien esto confirma una historia corporativa que involucra a un funcionario de la era Chávez, no existe evidencia verificada que vincule la gestión o las operaciones actuales de Bad Bunny con financistas del período Maduro.

Marco ideológico: marxismo cultural y capitalismo woke

Para comprender la arquitectura intelectual detrás de la postura antiestadounidense de la música latina moderna, es necesario examinar las fuerzas gemelas del marxismo cultural y el Woke Capital, dos movimientos que parecen contradictorios, pero que se refuerzan mutuamente y han convergido para redefinir arte, política y comercio en el siglo XXI.

El término “marxismo cultural” no alude a una conspiración, sino a una evolución filosófica del marxismo clásico. Mientras el marxismo tradicional buscaba derrocar el capitalismo mediante la revolución económica, sus discípulos posteriores, sobre todo Antonio Gramsci, los teóricos de la Escuela de Frankfurt y filósofos posmodernos como Herbert Marcuse, entendieron que la civilización occidental no podía derrumbarse únicamente mediante la lucha de clases. La clave, afirmaban, era la hegemonía cultural: transformar valores, lenguaje y estética para que las ideas revolucionarias se convirtieran en el nuevo sentido moral común. Al infiltrarse en la educación, los medios y las artes, la izquierda podía erosionar la fe en Dios, la familia y la nación (pilares del orden occidental) sin disparar un solo tiro.

Esta estrategia lenta y deliberada explica por qué las narrativas antiestadounidenses actuales son más emocionales que económicas, más estéticas que políticas. No se trata de tomar fábricas, sino de tomar el significado. Como advirtió Gramsci, “la conquista del poder requiere la conquista de la cultura”. En América Latina, esa conquista se logró a través de música, cine y literatura que reformularon el resentimiento como justicia y la rebeldía como forma de identidad. Desde la salsa intelectual de Blades hasta el reguetón woke de Bad Bunny, el campo de batalla cultural ha reemplazado al económico. Los eslóganes han cambiado, pero el objetivo sigue siendo el mismo: desmantelar los fundamentos morales de Occidente bajo la bandera de la liberación.

Entra en escena el Woke Capital, la fase más reciente y paradójica de esta evolución ideológica. Si el marxismo cultural reconfiguró la moral, el Woke Capital la mercantilizó. Las corporaciones globales, antes símbolos de la fortaleza económica occidental, ahora utilizan la retórica progresista como arma para vender productos, limpiar marcas y desviar el escrutinio. La diversidad se convierte en lema publicitario; la disidencia, en “discurso de odio”. El resultado es un teatro moral impulsado por el mercado, donde los conglomerados multinacionales predican una inclusión radical mientras explotan en silencio a trabajadores y consumidores.

El éxito global de Bad Bunny ilustra a la perfección esta fusión. Su persona antisistema prospera en plataformas propiedad de las mismas estructuras capitalistas que denuncia. Servicios de streaming, marcas de moda y conglomerados de entretenimiento promueven con entusiasmo sus actuaciones provocadoras no a pesar de su filo ideológico, sino precisamente por él. La rebeldía se ha vuelto rentable; la indignación, moneda de cambio. Esta es la genialidad del Woke Capital: monetiza la disidencia mientras neutraliza su potencial revolucionario. Cada provocación se vuelve producto; cada polémica, campaña.

En conjunto, el marxismo cultural y el Woke Capital han producido una civilización que celebra la subversión como virtud y la confusión como progreso. Difuminan la línea entre liberación y nihilismo, entre autenticidad y artificio. La izquierda cultural aporta la ideología, mientras el capital corporativo aporta la distribución. En este arreglo, el artista se convierte al mismo tiempo en predicador y producto, misionero y mercancía.

Las consecuencias son profundas. Una sociedad que recompensa el agravio por encima de la gratitud y la autoexpresión por encima de la autodisciplina olvida pronto la gramática moral de la libertad. El arte deja de elevar el alma; se convierte en instrumento de conformidad ideológica. Lo que comenzó en los salones de la Escuela de Frankfurt resuena hoy en arenas de conciertos y plataformas de streaming, cantado al ritmo de la rebeldía, pero financiado por el sistema al que dice resistir.

Dentro de este marco ideológico, Bad Bunny no es una anomalía; es el desenlace lógico. Se ubica en la intersección del marxismo cultural y el Woke Capital, encarnando la fusión de mensajes subversivos y monetización corporativa. Su fama, como su ideología, es a la vez rebeldía y marca, agravio y espectáculo. Occidente enfrenta no una revolución artística, sino una colonización cultural de manufactura propia, una suave tiranía del gusto y de la ideología que sustituye la verdad por la tendencia y la virtud por la visibilidad.

Complicidad mediática y utilidad geopolítica

Los medios occidentales no solo han informado sobre estas narrativas culturales; a menudo las han amplificado bajo el pretexto de la conciencia social. Al celebrar la retórica antiestadounidense como arte y el agravio como virtud, los medios dominantes otorgan legitimidad moral a mensajes que repiten la propaganda de La Habana, Caracas y sus aliados. El resultado es una economía moral invertida: la nación más libre del planeta queda retratada como agresora, mientras que los regímenes que encarcelan periodistas y artistas se romantizan como víctimas.

El periodismo de entretenimiento se ha convertido en canal de blanqueo ideológico, transformando la protesta en performance, la rabia en marca y la hostilidad política en espectáculo comercial. Las plataformas de streaming y las redes sociales permiten que estas narrativas alcancen difusión viral sin escrutinio editorial. De esta forma, la industria del entretenimiento funciona como extensión informal del poder blando autoritario, transmitiendo resentimiento mediante ritmo y rima.

Reconocer esta dinámica no es censura; es higiene cívica. Los países que no protegen su espacio cultural terminan perdiendo el control de su narrativa moral.

Restaurar la integridad cultural

Reconstruir la soberanía intelectual y artística requiere un esfuerzo deliberado a largo plazo. La respuesta debe ser estratégica, no reactiva.

  • Exponer las redes de propaganda. Documentar cómo los regímenes autoritarios utilizan el arte, el cine y la música para influir en la opinión global. La transparencia neutraliza la subversión.
  • Fortalecer la alfabetización histórica. Enseñar tanto los logros como los costos de la libertad. Una generación incapaz de distinguir entre disidencia y desestabilización se vuelve presa fácil de la manipulación.
  • Empoderar a artistas con principios. El antídoto al arte ideologizado no es el silencio, sino la excelencia. Apoyar a creadores que celebren la libertad, la iniciativa y la gratitud.
  • Reinvertir en diplomacia cultural. Promover programas de intercambio y medios bilingües que destaquen la vitalidad creativa de las naciones democráticas.

Restaurar la integridad cultural implica reclamar el arte como vehículo de verdad, no de resentimiento. Requiere una coalición de educadores, responsables de políticas públicas y artistas comprometidos con la defensa de la civilización a través de la cultura.

Conclusión

Rubén Blades santificó la resistencia, Calle 13 la radicalizó y Bad Bunny la digitalizó, impregnando la rebeldía con espectáculo sexualizado y políticas identitarias. Cada uno ha convertido la protesta en performance y la disidencia en ideología, remodelando el arte en arma de influencia. Juntos ejemplifican la nueva línea de frente de la lucha moral e ideológica: la batalla cultural por el alma de Occidente.

Sin embargo, solo en sociedades libres pueden darse siquiera estos debates, y esa libertad exige guardianes. Padres, educadores y ciudadanos deben participar en la plaza pública con convicción, insistiendo en que el entretenimiento honre la verdad, la virtud y la inocencia de la juventud. La preservación de la civilización comienza no en la censura, sino en el coraje: el coraje de defender la belleza, el orden y la claridad moral frente a la marea de vulgaridad. Un pueblo que olvida por qué importa la decencia pronto olvidará por qué importa la libertad.

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Dr. Rafael Marrero, presidente y fundador, MSI²

Publicado originalmente en el Instituto de Inteligencia Estratégica de Miami, un grupo de expertos conservador y no partidista que se especializa en investigación de políticas, inteligencia estratégica y consultoría. Las opiniones son del autor y no reflejan necesariamente la posición del Instituto. Más información del Miami Strategic Intelligence Institute en www.miastrategicintel.com

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