@Michelontheroad
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ESPECIAL
Tomado de Facebook
LA HABANA. - A fuego lento. Cualquier análisis que trate de explicar lo que sucedió en Cuba a partir de situaciones puntuales estaría rozando la superficialidad. Los detonantes se cuentan en el tiempo. En los momentos de quiebre con el país, en los conflictos no resueltos, en las enquistadas necesidades de expresión de muchos cubanos, que han preferido hablar bajo antes de airear sus problemas, antes de expresarse sobre la nación que han soñado y no les han dado, por diversas razones, la oportunidad de construir. Que han preferido irse para levantar sus vidas y dejarnos huérfanos de amigos, de hermanos, de familiares, para dejarnos huérfanos de nosotros mismos, para obligarnos a reciclar nuestras vidas y reinventarnos en un entorno que cada vez desconocemos más.
Ese silencio grande y atroz para “tú sabes, no buscarme problemas”, ha enquistado al país, a las esperanzas. Y también se ha convertido en el fuego lento que ha atizado las explosiones varias que tuvieron su punto máximo de ebullición este domingo en las calles de Cuba. Nada se compara con ese grito de espontaneidad, esa satisfacción de decir lo que se piensa sin temor, sin pensar cómo será interpretado por los de arriba, por los del medio, por los de abajo o sencillamente por la familia.
Un país no se puede levantar sobre el silencio, sobre el escozor del miedo. Quizá un tiempo, quizá décadas, pero no toda la vida. Porque cuando ese país se decida a hablar no habrá vuelta atrás. El diálogo, la democratización del debate político, son las únicas formas de que una nación crezca, de que un país sea un país. “El diálogo sustituye cualquier situación macabra”, lo diría, mejor que yo, Calle 13. Hemos estado casi tres días desconectados de Internet después de las protestas masivas. Después del llamado a que los revolucionarios salgan a las calles para defender a la revolución de los propios cubanos.
El gobierno eligió para proteger al pueblo desconectar al pueblo. Hoy conversé con un médico. Me recibió en una consulta forrado de pies a cabeza porque se reporta un creciente número de casos de coronavirus en su hospital. El médico llevaba tres días sin conexión. Sin hablar con su familia en el exterior. Ellos, en España, estaban muy preocupados por la situación de Cuba, por la situación de su hermano, el doctor, que estuvo en la línea roja del COVID y estaba sufriendo ahora la incomunicación como la enorme mayoría de los cubanos. No he dejado de pensar en las familias cubanas. En el miedo. En las fracturas que provocan hacia dentro los llamados a la división, al combate. En esas fracturas que no han sanado y que hoy vuelven a salir a flote como un recordatorio.
En esa incertidumbre, por no decir terror, que apresa a una madre que no sabe de su hijo después de participar en las protestas con el simple fin de gritar lo que piensa, como mismo lo escribe en Twitter o en Facebook. Como su hijo, he visto fotos de otros muchachos en las calles con palos en las manos. Están acompañados de policías. De boinas negras. En las miradas de esos adolescentes, situados en lugares tristes, no he divisado odio. Solo están bajo el mandato de una orden que quizá, si llega el momento, no tengan la voluntad de cumplir.
Me he vuelto a preguntar qué es ser revolucionario. En mis años en la Facultad de Comunicación esa palabra para muchos de nosotros era sagrada. Se trataba sencillamente de la búsqueda de la libertad, del respeto, de la integridad humana. Hoy vemos como bajo los convenientes exabruptos que le imponen a esa definición cientos de cubanos reprimen a sus connacionales. La violencia no tiene ideología. Nadie crea que se limita el derecho de expresión a otros en nombre de un sistema político, en nombre de una ideología. Se reprime cuando el arte de la política falla, cuando no hay formas dialogantes para recuperar el consenso.
Este ejercicio de la fuerza ha sido repudiado por todas las personas que conozco, por las que seguramente ustedes también conocen, por decenas de artistas con los que he hablado y por muchos otros que han publicado declaraciones determinantes en sus redes sociales. No hay nada más revolucionario que tomar las calles lo mismo para pedir que cese el bloqueo que para exigir que no se limiten los derechos de expresión.
Cuba debe sentir orgullo por esos miles de cubanos que llaman a cuidar al país de la fuerza bruta, de la imposición, de la confrontación. El bloqueo mata. La intervención mata. El silencio mata. El llamado a tomar las calles para preservar un sistema político no solo mata, sino también destruye la legitimidad del sistema político que se quiere preservar. Al final la búsqueda de Cuba, ese territorio físico y espiritual, es lo único que puede salvarnos del odio. De esa caja de la violencia que cuando se destapa nunca se sabe cuál será el final.
En la noche del llamado “maleconazo”, Carlos Varela celebró, en medio de una tensa tranquilidad, un histórico concierto. Hoy, en medio de esta sacudida también interna, vuelvo a ver esa foto de familia donde regresamos siempre para llorar al final.
Michel Hernández, periodista residente en la isla (Texto tomado del muro personal de Facebook del autor)