lunes 25  de  marzo 2024
UN HOMBRE EN LA LUNA

El papá de Harry Potter

La primera crisis familiar, que por suerte supimos conjurar con aplomo, ocurrió cuando nuestra pequeña hija de cinco años dijo que quería bañarse en la piscina del hotel

Diario las Américas | JAIME BAYLY
Por JAIME BAYLY

Cuando llegamos a Buenos Aires, parecíamos una tribu errante: mi esposa, mi hija, mis suegros, la nana (no es la nana de mi hija, es mi nana) y yo. Como éramos tantos y tenía que pagar tres habitaciones, no me alcanzó la plata para alojarnos en el Alvear, preferimos el Club Francés, a solo dos calles, en el corazón de Recoleta, Rodríguez Peña y casi Quintana.

El Club Francés es un secreto bien guardado: cuesta la mitad de lo que cobra el Alvear, y es estupendo, limpio, tranquilo, confortable. Las habitaciones son amplias, no se filtra el ruido de la calle, el restaurante es delicioso y el desayuno resultó espectacular. Nos encontrábamos a las diez de la mañana en el jardín de invierno y desayunábamos como si no hubiera mañana. Desde luego engordé y en las redes sociales se burlaban cruelmente de mi gordura y se ensañaban conmigo.

La primera crisis familiar, que por suerte supimos conjurar con aplomo, ocurrió cuando nuestra pequeña hija de cinco años dijo que quería bañarse en la piscina del hotel, pero el Club Francés, haciendo honor a su nombre, no tiene piscina, así que tuvimos que ir al Alvear, pero la piscina temperada del spa era solo reservada para huéspedes y socios, y aunque insistí y rogué y ofrecí buenas propinas, nos dijeron que los niños no eran admitidos en el spa, así que hicimos un último intento con la piscina del segundo piso, que, como estaba en refacciones, se encontraba sin vigilancia, y entonces mi hija y yo nos metimos al agua helada y ella fue feliz de una manera que las palabras no conseguirían describir apropiadamente, mientras yo me temía que el chapuzón me dejaría resfriado, pues era ya otoño y de noche se sentía un frío creciente y, sin embargo, cosa curiosa en mí, agradable, reconfortante. Pues no me resfrié y mi hija quedó calmada y fuimos a cenar luego a Fervor, en la calle Posadas, donde la última vez que comimos con Silvia nos encontramos con Macri y su esposa Juliana, y lo de Fervor aquella noche no fue una cena, fue una orgía, un banquete, un festín pantagruélico, en medio del bullicio de los comensales que hablaban todos con la pasión de, digamos, los italianos hablando de fútbol.

Al día siguiente, luego de un descanso reparador, y embutidos todos en un auto demasiado pequeño para nuestra cofradía familiar itinerante, y tras echarnos el copioso desayuno, enrumbamos a mi barrio tan querido de San Isidro: nos perdimos en las calles laberínticas de Barrio Parque Aguirre, nos hicimos fotos en la calle Eduardo Costa donde los árboles parecen besarse dando una sombra mágica y bienhechora, recorrimos las calles adoquinadas del casco histórico, y de pronto comprendí que habían pasado los años: ya no había casas de cambio, habían cerrado todas por culpa del gobierno anterior; ya no estaba el restaurante John Bull, lo habían demolido, una pena, era tan lindo tomar el té en sus jardines; pero, por fortuna, mi apartamento, bajo el cuidado del portero uruguayo y su noble esposa, se encontraba en perfectas condiciones, impecable, listo para ser vendido al mejor postor. El paseo por San Isidro, incluyendo el bajo con su aire hippie, y las fotos inevitables con el río marrón al fondo, que me recuerda siempre a los desaparecidos que fueron arrojados a esas aguas por los militares, me dejó la sensación de que el tiempo no pasa en vano y que a veces las cosas cambian más velozmente de lo que uno está dispuesto a aceptar, y entonces sientes con nitidez que estás envejeciendo y que vas quedando rezagado, en los márgenes, buscando tozudamente unos lugares que ya no existen, salvo en tu memoria.

Los momentos más felices del viaje ocurrieron lejos de las tiendas, fuera del hotel, en escenarios naturales: en un parque de San Isidro nos sentamos en un subibaja y yo estaba tan gordo que mi peso hundió mi lado del subibaja y mi pobre suegra perdió el equilibrio y cayó al césped entre risas, un instante de general torpeza que fue celebrado por nuestra hija, al otro lado del subibaja; y en el estanque de Palermo nos subimos a un botecito con remos, tras comprar muchas galletas para los patos, y remé como un valiente, impresionando a mi mujer y mis suegros, creo, y cuando nos acercamos a los patos, que eran veinte, quizás treinta, empezamos a tirarles galletas, y los patos enloquecieron, estaban al parecer muy hambrientos, y casi nos atacaron, parecían patos piratas, dio la impresión de que abordarían el botecito y nos matarían a picotazos y nos sacarían los ojos y echarían al agua, eran los patos más hambrientos y agresivos y confianzudos que he visto jamás, y luego el cuidador del estanque nos explicó que los patos vivían de la comida que les arrojaban los turistas, y por eso estaban así, tan desesperados por comer; y en el zoológico nos impresionó que los visitantes le arrojásemos al oso toda clase de dulces, pero especialmente alfajores Jorgito y Havanna, y el oso se comía los dulces con gran placidez, un oso bonachón, gordo, gordísimo, con un aire humano, como si tuviera ganas de comer empanadas salteñas, pizza familiar, panqueques de dulce de leche, cosas así.

Mucho me temía encontrarme con Vargas Llosa y la Preysler en el Park Hyatt o en el Alvear, donde fuimos a tomar el té y a cenar, pero no ocurrió así, y solo me encontré con centenares de lectores en la feria del libro, que me recibieron con el cariño inmoderado y genuino que uno espera de los argentinos, siempre dispuestos a decirte genio, grande, ídolo, fenómeno, sos lo más, no te mueras nunca. No se podía andar en la feria, era un gentío impresionante, abrumador, mucha gente joven, aunque miles de personas estaban allí para ver a un youtuber chileno muy joven, llamado Germán, que, según dicen, tiene veintiocho millones de seguidores que lo admiran sin reservas. En la suite presidencial del Alvear di incontables entrevistas en las que terminé hablando de política y de mi vida privada más que de mi libro, aunque el libro, por supuesto, habla, sobre todo, de mi vida privada y de política, en ese orden de importancia, y fui lo bastante imprudente y deslenguado para decir por quién votaré en las elecciones peruanas del primer domingo de junio: por la señora K que es, creo, mi amiga. Silvia, mi mujer, me dice que soy un tarado y que un buen periodista no debería decir nunca por quién vota, o no decirlo antes de las elecciones, quizá después, para no dar la impresión de que quiere manipular o inducir el voto de nadie, pero yo, digno hijo de mi madre, soy incapaz de ser neutral y me voy a la guerra política como todo un fanático. Gane ella o gane el candidato abuelito, todo estará bien, ambos me parecen serios, confiables, lo contrario de lo que yo soy.

Cuando pasábamos por la embajada peruana, en Libertador y Austria, le decía a mi familia qué lindo sería pasar unos años en esa casona como embajador, pero ellos se reían y me decían que no me hiciera ilusiones, pues carezco de las aptitudes para ser un buen diplomático: el diplomático es, ante todo, un experto en el arte de la duplicidad, de la hipocresía, de la mentira, y yo soy un animal para decir siempre lo que pienso y meterme en líos bárbaros por eso.

Antes de irnos fuimos a cenar a un italiano del barrio de Recoleta, Marcelo, donde se comen unas cuerdas de guitarra absolutamente deliciosas, y me llevaron al programa de Mirtha Legrand, la diva clásica, elegante, inmortal, y comí riquísimo aunque casi no hablé, y los televidentes de la señora expresaron en Twitter su espanto y consternación por mi peinado, mi gordura, mis mofletes, mi papada y mi cara de tonto sin cura: dijeron, por ejemplo, que parecía el sexto Beatle, o el papá de Harry Potter, o Mercedes Sosa, o la mamá de Carlitos Balá. Les ofrezco mis sentidas disculpas por estar tan subido de peso, pero Buenos Aires no parecía la ciudad correcta para empezar una dieta.

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