Mis amigos Paco Segarra y Manolo Portabella crearon hace un tiempo la Fundación Kolbe, profesionales de la publicidad que deseaban poner sus habilidades al servicio del mensaje cristiano. De todas las creatividades geniales que han ido lanzando, su convocatoria eucarística sigue siendo tan brutal como necesaria. Sobre un cartel oscuro y letras rojas que podrían ser de un festival de heavy, se lee: “prostitutas, enfermos de sida, vagos, mendigos, drogadictos, alcohólicos, maleantes… el público ideal para una misa”. Y añaden la cita evangélica “no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores”. Comienza ahora el Jubileo de la Misericordia, convocado por el Papa Francisco, y nunca un año santo ha ido tan dirigido a una audiencia sin fe, sin esperanza, sin caridad.
De acuerdo, han pasado cosas. Hemos roto lazos de la amistad, dinamitado corazones y relaciones, dejado familias colgando, cuentas pendientes, hemos dañado, agredido, humillado, asesinado a inocentes, hemos mentido mucho para parecer lo que no somos, hemos congelado esperanzas de otros, hemos odiado y vengado, y acaparado metales ajenos, hemos quemado la tierra a nuestro paso, y también hemos recibido golpes de estos días que parecen sin alma. Bien. Hemos llegado cansados a esta Navidad y desde Roma alguien abre los brazos al mundo y pide un gran ejercicio de misericordia. Precisamente ahora.
Entretanto, uno se plantea si no habrá cosas más importantes. No sé, la salud, el dinero, el amor, o el whisky. Y tal vez, pero es tiempo de misericordia para el mundo. Y sí, tal vez no hay cristiano que entienda al Papa, hasta que abres el periódico y te das uno de esos baños de sangre y odio. Y oigan, pongan o quiten la fe, que no es cosa que se pueda elegir, pero díganme si algo necesita más este planeta que un bálsamo de misericordia, lanzado como una montaña de nieve sobre las brasas de la maldad humana.
Más. El corazón que no perdona vive envenenado. El corazón envenenado se muere. El corazón muerto es vengativo, cruel, rencoroso. Y es, al fin, un corazón extenuado, porque todas esas actividades exigen un insoportable ejercicio mental: la memoria. La salida a tal agotamiento es la liberación que proporciona la misericordia. No es casual que el Papa haya convocado precisamente ahora este Año Santo. Si los cristianos no estamos dispuestos a hacer, pedir, regalar, y amar el perdón, podemos meternos nuestras rectísimas vidas por donde nos quepan. Si no damos paz al mundo no somos de Dios. Y el mundo, a menudo, se reduce a lo más inmediato que rodea nuestras narices, y a esos hilos que cuelgan de nuestras almas.
A lo largo de los siglos, a lo ancho de los días, hemos creído que el cristianismo era cosa de juicios y preceptos, y hemos caído en la peor de las trampas, que es entrecomillar la misericordia del Nuevo Testamento, que trasciende fe y religión, que trasciende en realidad todo, y que es incontrolable, divertida, desconcertante, y verdaderamente amable, por inalcanzable. Suena bonito pero es verdad: sin Amor, no hay nada. Obviamente hay una moral, hay que huir de la droga absurda del relativismo que considera, a grandes rasgos, que todo puede ser malo o bueno en función de los litros de cerveza en sangre, pero es tiempo de sacar a pasear por las calles y los corazones ese cartel que grita “¡bienvenidos pecadores!”.
Dios es pésimo economista, mal negociante, gestor manirroto con sus gracias. De eso llevamos siglos beneficiándonos. En cierto modo, el cristiano vive en permanente y feliz cohecho. A nadie le habría extrañado demasiado que Cristo dijera “Venid a mi los que sois puros y perfectos, y el resto, ahí tenéis las puertas del infierno”. Pero por sorpresa dijo: “venid a mi los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré”. El Año de la Misericordia es un recordatorio de que Cristo no pidió ningún carnet previo para amar y perdonar. Así que, en las cosas del alma, al infierno con la burocracia y los prejuicios. Todos deben saber que allá donde haya una iglesia abierta hay una ocasión para empezar de cero.