El fenómeno de Bad Bunny ha superado los márgenes de la industria musical para convertirse en un reflejo de la cultura contemporánea. Más allá de las cifras, las giras y los premios, el artista puertorriqueño ha conseguido algo que pocos músicos de su generación se han atrevido a intentar: mirar hacia sus raíces. En su más reciente producción, deBí TiRARMáS FOTos, así como en sus conciertos recientes en Puerto Rico, se advierte una clara intención de reconectarse con la herencia musical del Caribe. Bad Bunny explora ritmos como la plena, la música jíbara, la bomba y la tradición cubana —representada por géneros como el Son (Salsa) y el bolero—, todos pilares esenciales de la identidad sonora del Caribe.
Esta búsqueda no es casual ni superficial. En un contexto donde la música popular suele ser reducida a un producto de consumo rápido, Bad Bunny propone una relectura de lo que significa ser puertorriqueño en el siglo XXI, reconociendo la raíz afroantillana que nutre tanto al reguetón como a buena parte de la música del Caribe. En este sentido, su obra no solo suena a fiesta: suena a memoria, a historia, a un pueblo que se expresa con el cuerpo tanto como con la voz.
Y es precisamente ahí donde radica la incomprensión de muchos críticos. Innumerables músicos profesionales y oyentes “cultos” desestiman el reguetón por considerarlo repetitivo, simple o carente de valor artístico. Pero esta crítica parte de un error fundamental: juzgar el reguetón desde parámetros que no le corresponden. Este género —como otros en el pasado, antes que él— no busca elevar el intelecto, sino mover el cuerpo. Su función es otra: liberar energía, canalizar emociones, propiciar el encuentro y la catarsis colectiva.
No toda manifestación artística tiene que aspirar a la contemplación o a la complejidad formal. La música popular bailable, desde los tambores africanos hasta el jazz y la salsa, ha existido para acompañar los rituales sociales y emocionales del ser humano. Despreciarla por su sencillez es negar el poder del ritmo como vehículo de identidad y expresión. Si hemos de elevar nuestro intelecto, entonces se buscaría otro tipo de repertorio musical; pero el reguetón no pretende ser un tratado filosófico, sino un espacio de comunión y disfrute.
En deBí TiRARMáS FOTos, Bad Bunny logra un equilibrio entre modernidad y tradición. El disco, producido por Tainy, La Paciencia y MAG, combina los recursos electrónicos del género urbano con timbres y acentos que evocan la sonoridad de la plena y la bomba. Esta mezcla no es anecdótica: responde a una conciencia estética que reconoce la herencia cultural sin perder la frescura contemporánea.
Lo que para algunos podría parecer un simple giro estilístico, es en realidad un gesto de madurez artística. En lugar de rendirse ante la presión de la industria por repetir fórmulas exitosas, Bad Bunny decide ampliar el horizonte sonoro del reguetón, devolviéndole su sentido histórico y su riqueza rítmica. Su mirada hacia los géneros tradicionales no es un acto de nostalgia, sino de afirmación: una declaración de que el futuro de la música urbana está íntimamente ligado a su pasado.
Como compositor y observador de la cultura musical, creo que el valor del reguetón —y de la obra de Bad Bunny en particular— no está en su complejidad técnica, sino en su honestidad. En un mundo saturado de artificios, su autenticidad es una forma de resistencia. Este género conecta con las emociones más primarias del ser humano: el deseo, la energía, la pertenencia. Es, en el fondo, una música del cuerpo, pero también del alma colectiva.
Criticarlo por no ser “intelectual” equivale a exigirle a una danza ritual africana que se parezca a una fuga de Bach. Ambos lenguajes son válidos, pero responden a realidades distintas. El error es jerarquizarlos, como si lo popular fuera menor que lo académico. En realidad, la cultura caribeña ha demostrado que el ritmo puede ser tan revelador como la palabra, y que la emoción también es una forma de conocimiento.
Con su reciente trabajo, Bad Bunny nos recuerda algo esencial: el Caribe no se piensa, se siente; no se teoriza, se baila. Y al hacerlo, nos devuelve una lección de humildad estética: la música no tiene que ser complicada para ser significativa. A veces basta con un tambor, un bajo profundo y un cuerpo dispuesto a moverse para que todo cobre sentido.
En tiempos en que muchos buscan sofisticación, Bad Bunny reivindica lo esencial. Y en eso radica su verdadero aporte: demostrar que el ritmo también puede ser una forma de sabiduría.