sábado 8  de  noviembre 2025
OPINIÓN

El antisemitismo no tiene bando

Un análisis preciso para contar las cosas como son

Por Mookie Tenembaum

El antisemitismo no es de derecha ni de izquierda, no pertenece a una ideología ni a una clase social, tampoco responde a un credo ni a una nacionalidad. Es un reflejo humano primario, persistente y transversal: la envidia sin justificación política. Los demás “ismos”, como racismo, clasismo o machismo se dirigen contra el débil o el diferente; el antisemitismo se dirige contra quien se percibe como más capaz. No nace del miedo ni del odio inicial, sino del resentimiento ante la superioridad percibida. Por eso no desaparece.

El caso de la izquierda es evidente. Cuando figuras como Zohran Mamdani, desde un progresismo de manual, acusan a Israel de colonialismo y opresión, no lo hacen desde la compasión por los palestinos, sino desde una rivalidad disfrazada de justicia. En el fondo, la crítica no es moral sino comparativa: cómo un país diminuto, sin recursos naturales, logró crear una potencia tecnológica y militar mientras sus vecinos permanecen sumidos en la impotencia.

Mamdani no lo dirá, pero lo siente. Nació en Uganda, en un contexto de pobreza estructural, y contempla en Israel lo que su entorno nunca pudo alcanzar: éxito, autonomía, innovación y relevancia mundial. Lo que desde su lugar se experimenta como injusticia es, en realidad, una forma de inferioridad asumida.

Del otro lado, en la derecha populista, el mecanismo es idéntico. Tucker Carlson apelan al mismo sentimiento primario, solo que con otro disfraz. En su narrativa, el judío no es el oprimido sino el que tiene demasiado poder o demasiado dinero. No soportan que haya alguien más exitoso que ellos o que sus pares.

La diferencia entre Mamdani y Carlson es solo estética, uno recubre su envidia con lenguaje de justicia social; el otro la viste con religión y patria, sin embargo, el resultado es el mismo.

El antisemitismo funciona como válvula de escape universal. Cuando las sociedades se sienten desplazadas, surge el viejo reflejo de buscar al judío porque encarna lo que otros no lograron. Los discursos de odio funcionan como una moneda simbólica, ya que cuanto más exitosa es la víctima, más rentable es atacarla.

En la Edad Media, los judíos eran los prestamistas porque los cristianos tenían prohibido cobrar intereses; su éxito financiero los condenó. En la Alemania de entreguerras, los judíos fueron el blanco perfecto porque seguían prosperando en un país derrotado. En la era digital, la narrativa mutó, pero la estructura es la misma porque el algoritmo del resentimiento busca siempre al mismo destinatario.

La envidia es un sentimiento práctico, apunta a destruir lo inalcanzable. Por eso el antisemitismo no se cura con educación ni con moral. Se desplaza del clero a la academia, del fascismo al progresismo, de la derecha identitaria al antisionismo universitario. Cambian las palabras, no el impulso. Destruir al modelo de éxito es más fácil que competir con él.

Mamdani o Carlson, todos los discursos convergen en el mismo punto: el rechazo al mérito ajeno. La izquierda lo traduce en desigualdad estructural; la derecha, en conspiración global. Pero detrás de ambos lenguajes está el mismo mecanismo de envidia organizada.

Cuando el éxito ajeno se convierte en afrenta, el antisemitismo aparece. Y cuando se destruye al exitoso, la envidia se queda sin objeto hasta que encuentra otro. Por eso nunca se agota, porque su combustible no es la ideología, es la humillación de no ser el mejor.

Las cosas como son

Mookie Tenembaum aborda temas internacionales como este todas las semanas junto a Horacio Cabak en su podcast El Observador Internacional, disponible en Spotify, Apple, YouTube y todas las plataformas.

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