Los fusilamientos han jugado un papel preponderante en la historia universal, y por supuesto en nuestros pueblos. También son un tema recurrente en “Cien años de soledad”, que de hecho comienza con Aureliano enfrentando su ejecución. Es el mismo Aureliano Buendía que escapa de tan terrible final y el autor nos recuerda, el día de su boda, mientras se pone las botas; serían las mismas que llevaría puestas el día que se vio frente al pelotón. Pero medio siglo después de la publicación, me pregunto cuánto influyeron en García Márquez los fusilamientos que presenció aquel 1959 al llegar a Cuba en momentos de una recién estrenada y triunfalista revolución que sacudía la isla con la fuerza de un vendaval. Según una publicación del Centro Gabo, “El 20 de enero de 1959, García Márquez asiste en la Ciudad Deportiva en La Habana al juicio contra Jesús Sosa Blanco, que cambia su idea sobre la novela del dictador a la que viene dando vueltas hace años”. Aquel fue un circo romano en pleno siglo XX. Pero no fue hasta que vi la escena en la adaptación de la novela llevada a la pantalla por Netflix que, como un destello de luz, de esos que más que cegarte te despeja el panorama, que regresé a la Cuba de 1959.
La frase de uno de los fusilados más famosos de Cuba, el coronel Cornelio Rojas, era pronunciada por el corregidor de Macondo, Apolinar Moscote. Captados en pantalla, los disparos que penetraron la blanquísima guayabera de Cornelio Rojas e hicieron volar su sombrero fueron precedidos por la frase: “Ahí tienen su revolución, cuídenla”. El Moscote creado por García Márquez fue más poético: con su traje clásico de hilo blanco, en una especie de regaño irónico y resignación afirma: “¡Ahí tienen su paraíso liberal, disfrútenlo!”.
El fusilamiento de Cornelio Rojas fue transmitido incesantemente por la televisión. Fotos del mismo aparecieron en reportajes acompañados de la famosa frase, inundando revistas y diarios. Historia que no pudo haber escapado a García Márquez en los turbulentos días de aquel comienzo de venganza ensangrentada.
García Márquez ha contado que su primer viaje a Cuba fue en enero de aquel año de júbilo por el triunfo de la revolución. En su crónica, “Cayo el Hombre”, nunca reconoció que fue un tiempo marcado por un derramamiento excesivo de sangre. El bando de forajidos que bajó de las montañas con rosarios en el cuello mató en la supuesta paz miles más de los que mataron en la supuesta guerra. Una madre, Juana Gros de Olea, perdió a sus tres hijos en dos días durante la primera semana de celebración, dos de ellos en una zanja cavada por Raúl Castro en Oriente, donde más de 70 hombres fueron fusilados sin juicio en aquellos turbulentos días en los que Cuba perdió la razón de la misma forma que Macondo perdió el sueño. Otros, en juicios con condenas predeterminadas, eran sentenciados a morir ante el pelotón de fusilamiento por un extranjero que, a pesar de existir pruebas que exoneraban al acusado, preguntaba: ¿Vistió el uniforme azul? Entonces va de viaje. Posteriormente, el mismo aventurero, nombrado director del banco nacional, firmaría los billetes con su apodo: Che, para humillar aún más a los cubanos.
Los periodistas de todas partes se abalanzaban sobre Cuba, atraídos por la morbosidad y una creciente izquierda que, como la hojarasca, arrasaba con todo lo que encontraba en su paso. La gran mayoría hizo mutis sobre el baño de sangre que a diario cubría la isla. Estaban deslumbrados por aquellos barbudos que robaban, asesinaban y encarcelaban como cuatreros salidos de alguna aldea primitiva donde no existían ni leyes, ni vergüenza y mucho menos empatía.
García Márquez llegó a Cuba en los primeros días del más cruel de los meses de enero procedente de Caracas. Cierto o no, ficción o realidad, dice haber olvidado su pasaporte. “¡Muestre algo que lo identifique!”, le reclamaron y produjo su recibo de lavandería: “El agente venezolano de inmigración —más cubanista que un cubano— me lo selló al dorso”. Fue ese documento con el que autorizaron los analfabetos que pululaban los puestos de mando, su entrada a un país donde imperaba el caos. El periodista colombiano tuvo que haber sido influenciado por aquel despliegue desmedido de la violencia de los fusilamientos, cuando años más tarde describiría el de Alirio Noguera y el pueblo de Macondo lo presenció en su totalidad. Fue igual en Cuba, solo que eran transmitidos por la pantalla chica y la multitud sedienta de sangre gritaba: “¡Paredón! ¡Paredón!
“!Paredón!” Noguera murió gritando: “¡Viva la revolución!”. El grito que se escuchaba en Cuba antes de que cayeran los cuerpos sin vida, llenos de agujeros, era “¡Viva Cristo Rey!”.
Cuando leí la novela por los años 70, una de las preguntas sugeridas por la profesora fue si la historia era una cadena de errores que se repetían una y otra vez. A mí me pareció más una historia compuesta de fábulas y leyendas que no me eran ajenas por haber nacido en una isla caribeña, la cual, mucho antes del realismo mágico, sus pobladores la habían considerado encantada. Ya existían un Fernando Ortiz y una Lidia Cabrera. Mucho antes de leer su obra, recuerdo a Fernando Ortiz cuando visitaba el hogar de mi niñez y nos deslumbraba con increíbles historias de peleas cubanas contra los demonios y nos decía qué hacer para que la salación perdiera todo su poder.
Pasó el tiempo y también tumbaron el “águila piojosa” frente al Malecón. De un joven deslumbrado por los sucesos de aquella nefasta revolución y a pesar de su pavor por los militares, García Márquez no tardaría en convertirse en un apologista de aquella isla marcada por la fetidez del verde olivo y la muerte. A los pocos días de Ricardo Masetti fundar en Cuba la agencia noticiosa Prensa Latina, ya García Márquez era su corresponsal. Su defensa de lo indefendible le obtuvo el tristísimo logro de llegar a ser un fiel aliado de Fidel Castro.
¿Quién le iba a decir en 1967, después de escribir aquella novela donde Úrsula interpone su cuerpo ante Moscote, el suegro de su hijo Aureliano, para evitar su ejecución, o cuando Arcadio, junto a su esposa Rebecca, detienen el fusilamiento de su hermano, el coronel Aureliano Buendía, que en 1989 el Gabo y toda su influencia y amistad con Fidel Castro no podrían evitar el fusilamiento de otro coronel, Antonio de la Guardia, suegro del hijo de su amigo de Prensa Latina, Ricardo Massetti? El realismo mágico queda pálido ante la realidad por aquello que la misma supera la ficción.
Cuando hace años entrevisté a su hija, Iliana de la Guardia, a su llegada al exilio, contó su gestión desesperada ante García Márquez por salvar la vida de su padre y su tío Patricio. Ella y su esposo, Jorge Massetti, fueron a verlo a la casa número 35 de protocolo donde vivía para pedirle que hiciera algo. El aliado de Fidel Castro, que disfrutaba de lujos burgueses como no podían hacerlo los propios cubanos, les dijo que no se preocuparan, pero les advirtió que no vieran a nadie de derechos humanos ni a los medios de prensa porque sería peor para ellos. Les pidió que confiaran en las gestiones personales de él ante Fidel. Al día siguiente abandonó el país. El Consejo de Estado y el propio Fidel Castro ratificarían las condenas de la Causa Número Uno de 1989: pena de muerte por fusilamiento. Antonio de la Guardia, junto al general Arnaldo Ochoa -héroe de la república- y otros dos altos oficiales, Jorge Martínez Valdés y Amado Padrón Trujillo, caerían abatidos por las balas del mismo régimen que con sus propias vidas habían defendido y que ahora les imponía la pena de muerte por el simple hecho de haber seguido las órdenes del más alto mando y así Fidel Castro intentaba desvincularse de su participación en el narcotráfico.
El Macondo de Netflix, más de medio siglo después, no ha tenido la misma acogida del libro en los 60. La adaptación a la pantalla, como la calificó Sergio de Molino en el diario El País, “es una serie horrorosa”. Para mí, el horror fue conocer que un escritor fuera un genio en su prosa, pero un miserable en vida. Su amistad con Fidel Castro y su régimen de terror terminarían manchándole el poncho, como le advertirían a la presidenta chilena Michelle Bachelet antes de enrumbar sus pasos hacia Cuba para abrazar al tirano.
“Cien años de soledad” comienza con un hombre ante el pelotón de fusilamiento. A la llegada de García Márquez a Cuba, se fusilaba a diario. Aquellos hombres no tuvieron la suerte de Aureliano Buendía. Lo que no pudo imaginar el afamado escritor era que el final de la novela sería un presagio de la Cuba actual. Cuando Aureliano logra descifrar los pergaminos de Melquíades, entiende el “porqué las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una oportunidad sobre la tierra”. Tampoco la tuvieron las víctimas de tan nefasto régimen. Mientras los hilos de sangre recorrían la isla y las atribuladas madres cubanas derramaban infinitas lágrimas, los mal llamados intelectuales alzaban su copa y brindaban a pesar de que las cárceles estaban repletas de presos políticos, hombres y mujeres.
El fatídico Che Guevara se presentó ante Naciones Unidas para reiterar la cruda realidad: “Hemos fusilado, fusilamos y seguiremos fusilando mientras sea necesario”. Nadie se interpuso entonces entre las víctimas y los victimarios para detener aquellos crímenes como sucedió en Macondo porque había caído sobre la isla la plaga socialista que García Márquez y los mal llamados intelectuales apoyaban a ultranza. Ya el oportunismo del Gabo se había manifestado con anterioridad por su falta de solidaridad cuando el caso Padilla. Se situó del lado del comandante en jefe, apoyando el quebrantamiento de un colega obligado a leer una burda autocrítica redactada por la policía política. Se sacaba del juego a un poeta porque había que hacer prevalecer la consigna “Dentro de la Revolución, todo; fuera de la Revolución, nada”.
La implacable realidad los dejó con la guayabera salpicada de sangre, aunque no lo reconocieron los que, por la cercanía al poder, ya habían perdido su lucidez, como la fue perdiendo José Arcadio. Salvo que, en vez de amarrarlos al castaño, a algunos les otorgaron el Premio Nobel de Literatura. Al final, a Macondo se lo llevó “la cólera de un huracán bíblico” y el terror de Úrsula de que le nacieran descendientes con colas de cerdo se manifestó en la triste historia de un pueblo maldecido. Hoy otros fantasmas recorren la isla maldita bañada por aguas ensangrentadas, obligando a los cubanos a abandonar su terruño en travesías por junglas impensables, huyendo de los cerdos que encabezan un régimen de terror. El mismo terror que habrían sentido José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán cuando huyeron de Riohacha en busca de nuevos horizontes, agobiados por la incesante presencia del fantasma de Prudencio Aguilar.
Al igual que Macondo, en Cuba, esa isla que Guillermo Cabrera Infante calificó de imperecedera, todo lo que sus habitantes habían construido también se lo llevó “el viento, tibio, incipiente, lleno de voces del pasado, de murmullos de geranios antiguos…” Ahora veo, bajo una nueva luz, la ironía de cuanto había de Cuba en Macondo y viceversa. Isla grande y pueblo chico coronados con el halo de la fatalidad, tanto así que son difíciles de diferenciar.