Después de tres semanas de protestas contra el régimen de Nicolás Maduro, la muerte de más de una veintena de venezolanos ha colocado al país al borde de un conflicto civil.
Algo debe estar pasando para que toda la comunidad internacional se permita el vergonzoso espectáculo de una carnicería desproporcionada e impune como la que están perpetrando los matones gubernamentales contra los manifestantes, con el beneplácito y el papel cínicamente policial de un ejército cómplice, y ante la indiferencia y la hipocresía de un mundo que mira hacia otro lado.
Nada anuncia que esta espiral de convulsión permanente vaya a terminarse en tanto los generales, que amparan en la sombra al Gobierno de Maduro e imponen su calendario político, no den los pasos necesarios para devolver la calma a las calles y garantizar a los venezolanos un entorno propicio para reponer a las maltrechas instituciones de una nación convulsa y dividida.
Todo lo contrario. La conversión democrática del Ejército, viciado en el poder político y económico, es poco creíble
Lo que sí es una terrible realidad es el ensañamiento medieval que están sufriendo los millones de civiles que protestan en las calles venezolanas y las falacias del Gobierno totalitario de Maduro, al intentar desmentir contra toda evidencia y hasta el último momento que sus fuerzas utilizan gases lacrimógenos y no balas contra la población indefensa, lo que trunca una eventual solución dialogada a esta alarmante deriva represiva, acentuada por una pobreza y una inflación crecientes que el Gobierno es incapaz de contener.
Por ello, de las dos salidas más probables de la mayor crisis contemporánea de Latinoamérica -un relevo amañado por un agonizante Maduro o su renuncia en favor de un Gobierno de transición que convoque elecciones y transfiera un poder legitimado por el pueblo-, el primero y más peligroso podría estar abriéndose paso.
La normalización exige, por tanto, con carácter inmediato la renuncia del dictador de Miraflores -como le exige la calle=, la liberación de los presos opositores, así como la integridad de la Asamblea Nacional.
Venezuela, que está pagando caro casi veinte años de despotismo chavista, se desliza peligrosamente hacia un escenario cada vez más preocupante de parálisis política y violencia progresiva. Garantizar un proceso de elecciones libres, restañar las heridas y frenar la espiral de resentimiento y violencia requiere la colaboración internacional.
Queda por ver si toda la doctrina desplegada por Naciones Unidas sobre la obligación de proteger a las poblaciones civiles ante las matanzas perpetradas por los Gobiernos, no queda en evidencia y desautorizada frente al indolente régimen de un país como Venezuela, que no respeta los más elementales derechos humanos, y que reprime las protestas al precio de decenas de muertos y heridos, de millares de detenidos e, incluso, de la restricción de las libertades y el confinamiento de la Asamblea Nacional.
Haría por tanto bien la ONU -y también EEUU y el Parlamento Europeo en el marco del Derecho Internacional- en mediar con toda firmeza contra estas prácticas represivas, que sin duda representan una clara violación no solo de los derechos y libertades establecidos en la propia Constitución venezolana sino de los convenios internacionales sobre derechos humanos de los que Venezuela es parte, así como de los tratados firmados entre ella y los organizaciones competentes.
A la espera de ese momento, la comunidad internacional y sobre todo los países de la región deberían dar el primer paso y hacer todo lo posible para evitar el abismo de una guerra civil. Antes de que sea demasiado tarde.
(*) Analista y consultor.