En ciertas culturas, decir “no” de frente puede ser un acto de brutalidad. El rechazo directo se considera una falta de respeto con una herida innecesaria. Por eso, el “sí, pero” ocupa ese lugar estratégico donde lo imposible se camufla y lo improbable se sostiene un rato más antes de caer.
Quien haya negociado con japoneses lo sabe. En Japón, el “sí” no implica aceptación: es simplemente una señal de que se ha escuchado. El verdadero mensaje viene después. Un comentario menor, una objeción sutil, un matiz técnico funcionan como un rechazo envuelto en celofán. La escena es conocida: una presentación prolija, una reunión amable, un empresario que pregunta “¿les pareció bien?” y un grupo que asiente. Pero uno dice: “hay una posible dificultad con los plazos del comité técnico”. Ahí terminó todo.
En muchas negociaciones con países árabes ocurre algo similar. El “sí, pero” es un gesto de cortesía, una forma de no cerrar puertas con estrépito. En Medio Oriente, donde las relaciones personales son tan importantes como las condiciones objetivas, el “no” frontal se reserva para enemigos, no para socios. El “sí, pero” mantiene la danza, aunque la música haya dejado de sonar.
Pero hay casos en los que esta fórmula va más allá de una estrategia cultural, y parte de una maquinaria de daño. Hamás utilizó el “sí, pero” en sus negociaciones. Aceptan las condiciones de un acuerdo, en apariencia, y luego introducen una cláusula imposible, una exigencia nueva o una modificación que vuelve todo inviable. En el caso de Hamas, este mecanismo tiene una función concreta: hacer sufrir. Cada vez que se insinúa un acuerdo y luego se cae, la esperanza de las familias de los secuestrados se eleva y se desploma. El enemigo padece y eso forma parte del objetivo.
En estos días, mientras se negocia la liberación de rehenes, el “sí, pero” de Hamas no es un accidente, es una herramienta. Un modo de administrar el dolor del otro como si fuera una palanca diplomática. Y ese “pero” encierra el infierno: condiciones que saben que Israel no puede aceptar, exigencias que desvían, cronogramas que se estiran. El resultado es la devastación emocional de quienes esperaban que esta vez sí.
Por eso conviene entender que el “sí, pero” no siempre es cortesía. A veces es guerra por otros medios. A veces es tortura administrada en cuotas. Y quien no se entrena para leerlo, no solo negocia mal, también arrastra con él a quienes no pueden permitirse la ilusión. Porque en estos contextos, confundir un “sí, pero” con una oportunidad, puede no costar solo tiempo o dinero, cuesta vidas.
Las cosas como son
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