Acusado de crímenes de lesa humanidad, declara hace pocas horas la Misión Independiente de la ONU que la represión del régimen imperante en Venezuela “funciona a través de dos modalidades, dependiendo del contexto. Una más violenta que se activa para silenciar las voces de la oposición a cualquier precio, incluso mediante la comisión de delitos, y otra que crea un clima de temor e intimidación que restringe el ejercicio libre de los derechos fundamentales”. De seguidas observa que los numerosos eventos registrados – anticipándose al secuestro policial de los integrantes de equipo de la candidata presidencial María Corina Machado – “confirman que nos encontramos ante una fase de reactivación de la modalidad más violenta de represión por parte de las autoridades”.
A propósito de esa realidad ominosa que no es circunstancia – somos los venezolanos, sí, un país de circunstancias, sobre los oficiantes de la política que se miran en sus ambiciones y ceden complacientes ante los dictados del régimen – cabría reparar en la experiencia polaca de «Solidarnosc» y Lech Walesa. Entendieron la importancia de crear y sostener una fuerza social – no electoral – que al término pusiese contra la pared al régimen comunista. Y es eso lo que pasa en Venezuela, lo que no ven sus franquicias partidarias que se dicen de oposición. De allí que el mismo régimen, apuntalado por los aspirantes a segundones, ejecute su despropósito criminal y en ellos encuentre al cómplice necesario.
La historia de Polonia no es la hechura de conciliábulos entre el poder totalitario y quienes, como sobrevivientes de corto plazo, apenas buscan aliviar el tormento de una satrapía juzgada de inevitable. Y es allí donde cabe considerar, como premisa de lo venezolano que ha de ser desterrada – si aspiramos a tener patria como la imaginaba Gual: “ser libres como debemos serlo” – la de nuestra raizal incapacidad para construir proyectos históricos.
No por azar han encontrado cómodo asidero las dictaduras y las dictablandas, siendo la experiencia de la libertad un intersticio, como lo fue entre 1959 y 1999. Y téngase presente que, en el caso del régimen depredador y violador sistemático de derechos humanos que ha denunciado la ONU y busca doblegar la legitimidad popular de Machado, si tomamos como hito a El Caracazo de 1989, ya lleva un tiempo equivalente al período dictatorial más largo de nuestra historia, el de los generales Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez (1900-1935).
He vuelto, pues, a la relectura de Ernesto Mayz Vallenilla, filósofo y rector fallecido de nuestra hoy decadente Universidad Simón Bolívar, ícono que fue de la excelencia académica, puesto que habla y nos habla de la cultura de presente que nos aprisiona. Nos veía, en 1955 y durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, como seres inacabados, poseedores de un ser que no llega a ser, justamente, por nuestra cultura de presente, que nos empuja a ser adánicos más que innovadores y nos consustancia con el mito de Sísifo.
El asunto es que, el mundo de los desheredados y huérfanos de afecto que esta vez medran en diáspora hacia adentro y hacia afuera del territorio nacional, al haber sufrido un severo daño antropológico consecuencia de la pulverización de la nación, y al marchar con sus dramas por trechos distintos a los que recorren la dictadura y sus cortesanos, por vez primera ha dicho basta.
Así que, quienes somos testigos del hundimiento de la república civil y democrática ocurrida una vez como toman cuerpo odios y rencores que se vuelven personales y aún no ceden – entre políticos de partido, banqueros, dueños de medios, burócratas, técnicos en diapositivas para encandilar – nos corresponde ser generosos. Debemos allanarle el camino a las generaciones actuales y a la resiliencia que las acompaña.
Cabe dejarlas que trillen con esfuerzo propio sobre la senda que se han trazado y tiene un nombre a secas, libertad. Recordarles a diario, eso sí, lo que en un momento de quiebre agonal en Occidente hizo posible entre nosotros el hundimiento de la democracia como experiencia de vida y estado del espíritu: la persistencia de las cúpulas; el clientelismo; la cosificación del votante; el creer que nuestros males se resuelven con petróleo; el haber hecho de la plaza pública un acto de engaño: simular tener elecciones, simular que se tiene un cargo bajo un Estado que no existe y se ha desmaterializado, seguir bajo la regla del buen vivir como políticos de utilería, sin que ello le signifique al venezolano el poder tener una «vida buena».
Venezuela ha encontrado a un ícono que la interpreta en su dolor y en su falta de dolientes sinceros – María Corina – y que le ofrece firmeza, sin arrestos mesiánicos, en los valores intransables de la nación para rehacerse desde sus raíces, reencontrándose en los afectos compartidos. Es la premisa para que se restablezca el sentido de lo ciudadano, inexistente y falseado.
“Resignado a lo que quisiera mi patrón, no pensé más en el gran móvil de nuestras transformaciones políticas, o sea el estómago, y salí con Don Bruno a dar una vuelta por su campo”, es la otra enseñanza que, trágicamente, acunase como síntesis de dos taras que urge superar, el mito de El Dorado y la fatalidad del gendarme necesario. Lo entrecomillado lo leo en libro olvidado y editado en Nueva York en 1877, ilustrado con los primeros dibujos de ese niño de 13 años que la posteridad conocerá como Arturo Michelena.
Francisco de Sales Pérez, su autor, recrea nuestras costumbres vernáculas y desnuda a quienes se ocupan de la política haciendo de ella chismorreos estériles y destructores: los narcisos digitales del siglo XXI; entre un menjurje de secretos de logia que se comparten, como si fuesen experiencias de Estado – ¡no se lo digas ni a tu mujer! – para señalar alzamientos y asonadas a punto de ocurrir y que no son tales. Pero algo nace, y algo está por concluir.
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