sábado 30  de  noviembre 2024
OPINIÓN

Una felicidad que yo no merecía

A los veinte años me resigné a la melancólica conclusión de que no quería ser un abogado, un hombre de leyes, en un país en el que las leyes eran una ficción
Diario las Américas | JAIME BAYLY
Por JAIME BAYLY

Viví los primeros veinte años de mi vida en la ciudad en que nací, Lima, la ciudad del polvo y la niebla, a orillas del mar enfermo que lame sus costas y de espaldas a una franja desértica que parece infinita. Viví trece años con mis padres, asustado porque mi padre me insultaba y me pegaba, y siete años con mis abuelos, relajado porque ellos sí me querían.

A los veinte años me resigné a la melancólica conclusión de que no quería ser un abogado, un hombre de leyes, en un país en el que las leyes eran una ficción, la fuente del derecho era el dinero y los abogados prósperos eran unos sinvergüenzas casi todos. Dejé la televisión o me echaron de la televisión y me marché al exilio.

Durante cinco años viví entre Santo Domingo, San Juan, Miami y Lima. Vivía en hoteles. Ganaba mucha plata haciendo televisión. En Santo Domingo pasaba dos semanas de cada mes. Me alojaba en el mítico hotel Jaragua, en el hotel Lina, en el Dominican Concorde. En este último hotel, en la piscina, tendido a la sombra, hice amigas y hasta amantes italianas. Había muchas italianas lindas en aquella piscina, no digamos ya italianos, tan guapos y coquetos para el piropo. En San Juan me hospedaba en hoteles del Condado, mirando al mar. Había que andarse con cuidado, eran los tiempos del sida, mis novias estaban aterradas y a veces no querían sentarse siquiera en el inodoro del hotel por temor a contagiarse. En Miami mi casa era Key Biscayne, el legendario hotel Sonesta de esa isla, donde pasaba unos días de cada mes, mimado por un gerente de origen peruano, León Velarde, y por los dueños de origen sueco. Desde Miami o desde San Juan volaba a Lima a pasar en esa ciudad del polvo y la niebla una semana de cada mes. El mejor vuelo era el de San Juan, en Lufthansa, pero el avión que despegaba en Miami, el de Aero Perú, permitía que uno jugase bingos y bebiese champaña durante el vuelo. En Lima vivía en dos hoteles: una mansión añosa en el bosque de El Olivar, en San Isidro, y un hotel en la avenida Pardo de Miraflores.

Esos cinco años viajando todas las semanas, viviendo en hoteles, fueron los años del desenfreno, de los excesos, de las fiestas libertinas, de las discotecas subterráneas, de sentirme Capote y Bukowski o una mezcla promiscua de ambos. Salvo los días que debía hacer televisión, fumaba marihuana, aspiraba cocaína y tenía novias y novios de paso. Increíblemente, no me enfermé. Increíblemente, sobreviví.

Harto de las televisiones, del dinero fácil y de ser siempre un turista de paso en el gran teatro de la vida, renuncié al programa, a los programas, y me mudé a Madrid con la determinación de convertirme en un escritor a tiempo completo. Dejé las drogas, alquilé un piso cerca del Retiro, compré un cuaderno, unos cuadernos, y me obligué a escribir todos los días en la biblioteca pública del barrio. No tenía residencia española, había entrado como turista, no busqué un trabajo, vivía de mis ahorros, solo quería escribir. Sin terminar la novela, o escribiéndola una y tantas veces, reviviendo mi pasado torturado, vengándome de las afrentas y humillaciones del pasado, me despedí de mi amante y me mudé a Miami. Ya no quería seguir viviendo en el hotel Sonesta de Key Biscayne. Alquilé un apartamento en aquella isla apacible. Volví a la televisión. Dejé de escribir. La novela quedó inconclusa. Me sentí un traidor, un perdedor.

Tiempo después me mudé a Washington DC con la determinación de terminar la novela inacabada. Viví tres años en la capital de esa gran nación. Vivía de mis ahorros. No trabajé ni busqué trabajo y cuando me ofrecieron ser corresponsal de televisión en esa ciudad, decliné. Solo quería escribir. Escribía durante la mañana y durante la tarde como un obseso, como un demente. Mi esposa me pedía que terminase la interrumpida carrera universitaria. No le hice caso. Invertí mis recursos, mis energías, mis sueños y mi aliento inconstante en terminar la bendita novela. Por fin la terminé. La envié por correo físico, a la antigua, a las principales editoriales españolas. Ninguna quiso publicarla. Tanto porfié, tanto insistí, que una casa editorial de Barcelona acabó publicándola. Fue un éxito de ventas y de crítica. Un par de años después, hicieron una película basada en esa novela. No me gustó, o no del todo.

Publicada la novela, diezmados los ahorros, me mudé a Miami. Alquilé un apartamento en Key Biscayne, frente al mar. Casado, padre de dos hijas, volví a la televisión. Y seguí escribiendo sin desmayar. Escribía de día, hacía televisión de noche, era un buen equilibrio.

Ese equilibrio se rompió cuando mi esposa se separó de mí y se marchó con nuestras dos hijas a vivir en Lima. No supe qué hacer, adónde ir. No sabía si irme a Lima como un perdedor, si quedarme en Miami lejos de ellas, si aventurarme de nuevo a Madrid a vivir la vida austera y quijotesca del contador de cuentos, del narrador de ficciones, no sabía si mudarme a Santiago de Chile para no estar tan lejos de mis hijas. Desorientado, abatido, llorando la ausencia de mis hijas, me propuse verlas una semana de cada mes. Entonces, dondequiera que me hallase, viajaba a Lima todos los meses y me hospedaba en un hotel, ya no en el hotel de El Olivar ni en el hotel de Miraflores, sino en uno más moderno y lujoso, el Park Plaza, con vistas al mar. En Key Biscayne me mudé a una casa grande y allí amoblé una habitación para mis hijas y otra por las dudas para mi exesposa. Venían a menudo, en sus vacaciones, a visitarme, cuando yo no pasaba por Lima, visitándolas, cargado de regalos. Mal que mal, las veía a menudo. Pero su ausencia me dolía y me hacía llorar y cuestionar el sentido mismo de mi vida.

Estuve muchos años viviendo en Miami, tantos como quince. Gané mucho dinero. Viví como un príncipe exiliado. Viajé a todas partes, me alojé en los mejores hoteles, en las suites presidenciales. Entrevisté a grandes celebridades, a poderosos, a artistas, a intelectuales, a deportistas, a toda suerte de gente famosa y aspirante a famosa, lo que de paso me convirtió en alguien famoso, al menos en América. Seguí escribiendo novelas y publicando una cada dos años. Conseguí preservar el tenso equilibrio: escribir de día, hacer televisión de noche, ver a mis hijas todos los meses y hasta viajar con ellas ocasionalmente.

Siguiendo los raros e impredecibles dictados del amor, de pronto me encontré viviendo entre Miami por mi trabajo, Lima por mis hijas y Buenos Aires por mis amores. Es decir que durante casi una década viví en esas tres ciudades y volví a la rutina de viajar todas las semanas y vivir en hoteles, al menos en Lima y en Buenos Aires. Por supuesto que en Buenos Aires mi hotel fue siempre el Alvear, pero también el hotel del Casco, cerca de la catedral de San Isidro, y en Lima dejé el Park Plaza y me mudé al Country, esa propiedad señorial en el corazón de San Isidro.

Rotos los amores argentinos, adicto a las pastillas y al dinero, me mudé un año a Bogotá porque me hicieron una oferta millonaria para hacer televisión en esa ciudad. Vivía en un hotel en la zona norte, el Portón, en la calle 84, entre la Séptima y la Octava. Compré una camioneta. Me asignaron chofer y dos guardaespaldas con ametralladoras. Caminaba del hotel al supermercado a comprar jugos de uva morada y de mandarina, custodiado por los guardaespaldas. Me sentía importante, poderoso. Recluido en mi suite, escribía durante el día y ya de noche me dirigía al estudio. Todos los fines de semana, todos, viajaba a Lima en un avión cochambroso a ver a mis hijas y producir un programa de televisión. Ganaba mucho dinero. Pero estaba fatigado de vivir, harto de seguir siendo yo mismo. Mis anfitriones en Bogotá quisieron extenderme el contrato dos años más, pero yo quería descansar o quería morirme y por eso decliné. Tiempo después regresé a Miami y compré esta casa en Key Biscayne, donde ahora escribo estas líneas heridas de melancolía.

En esta casa he vivido los últimos trece años. Volví a casarme, tuvimos una hija, me curé de las depresiones y los insomnios, seguí persiguiendo el sueño quijotesco de ser un escritor. En esta casa he escrito cinco novelas y un libro de cuentos. En esta casa he sido feliz, soy feliz, tanto que me da miedo decirlo. En esta casa he visto a mi esposa escribir varios libros, he visto a nuestra hija crecer y ser feliz. Estos últimos trece años he viajado con ellas, casi siempre con ellas, a ciudades que ya conocía pero que he redescubierto con ellas, gracias a ellas. Estos últimos trece años, los mejores de mi vida, he producido, dirigido y presentado un programa de televisión que sigue en antena, en el mismo canal. Espero que ese programa no se interrumpa, o no tan pronto.

Ahora siento que todo lo anterior fue nadar y nadar a contracorriente, sin desmayar, sin ahogarme en el vasto mar de las penas y los fracasos, hasta llegar a esta isla en el paraíso para ya quedarme aquí hasta el final de los tiempos, prolongando una felicidad inédita, una felicidad que pensé que no existía o que yo no merecía.

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