Primera norma del columnista imbécil: nunca intentes subirte a una tabla de body desde la escalerilla de una piscina. Al principio me pareció buena idea. Llevaba treinta y siete intentos fallidos de encaramarme a la tabla desde el interior de la piscina, en un ejercicio de salto-fracaso en el que cualquier darwinista del montón podría encontrar similitudes evolutivas con los brincos que pega el hipopótamo macho cuando marca un gol su equipo de fútbol. A cada uno de mis patéticos intentos por subirme a la tabla, crecía la audiencia alrededor –el bañista siempre huele sangre– y aumentaba en diez grados el trozo de trasero al aire, como daño colateral de tan compleja maniobra; una pérdida de decoro que viene patrocinada por la lenta ingesta, por parte del traje de baño, del cordoncito que evita que, mientras buceas, parezcas el peñón de Gibraltar desplazándose por los mares.
Con viento flojo del sur, ardor guerrero, y una pica clavada en mi vanidad, obtuve de mi abrasado cerebro la ingeniosa idea de ayudarme de la escalerilla metálica en tan peligrosa operación. Como es sabido, la escalerilla de la piscina es el elemento de la misma que sirve para golpearse la cabeza, cortarse los pies, o engancharse hilos del traje de baño en fatal desenlace. Ocasionalmente se utiliza para salir de la piscina, pero para eso necesitas pesar menos que el cuadrado de su hipotenusa, lo cual es imposible para un hombre de Humanidades. En caso contrario, sea leve o severa la obesidad, la forma alternativa de salir de la piscina es no entrando.
Dicen que los grandes hombres persiguen una idea con tozudez. Y que eso les distingue. Ocurre que eso también distingue a los idiotas, entre los que ocupo hoy más que ayer el más honorífico lugar. Una vez trazado el plan de-fi-ni-ti-vo para subirme a la tabla de body, jaleado por los presentes, me conduje con brazada limpia y mentón altivo hacia la escalerilla, la cual ascendí con la misma agilidad con la que se desplaza la ardilla por el pino cuando el cartero llama a la puerta del árbol con un cargamento de nueces. Una vez arriba, en el último de los peldaños, procedí a acercar la tabla de body hasta casi pegarla al borde. Alcé un instante la vista al horizonte verde de la montaña, el día parecía victorioso, pero aspiré el aire viciado por la canícula y un leve picor en la punta de la nariz debió advertirme de su nefando pronóstico. De haber notado tan tétrico signo, unido al de los cuervos que de inmediato rodearon la zona de baño, tal vez podría haber caído en trance, poseído por el recuerdo de Horacio, y sumido en el sueño latino, despertar del mal fario de la mano de la sabiduría de sus palabras: “la fuerza que no va guiada por la prudencia, cae por su propio peso”.
Pero no, maldita sea la temeridad, no hice nada de eso. Si alguna duda podía hacer temblar mi pulso, quedó diluida de golpe, tan pronto como el primero de los presentes observó en voz baja “no se atreve”. Salió entonces el instinto de auto extinción que todo macho adulto lleva dentro y la vocecilla de Horacio fue anegada en un aluvión de testosterona dirigida a empujar a este humilde cronista hasta la muerte. Es así como mi pie derecho abandonó el escalón, y fue palpando el agua tímidamente en busca del contacto con la tabla, flotante a mi espalda. Una vez encontrada por el dedo gordo –especialista en estas lides–, aliviado, pude comenzar el giro y establecer el pie derecho sobre la tabla con la firmeza con que pisa la calle una mujer que sabe llevar tacones. Fue una décima de segundo, como en el clásico de Antonio Vega: la tabla se hundió a mi peso y el prudente pie izquierdo, que debía salvarme de cualquier fatal contingencia, el que yacía anclado a la escalerilla, resbaló en la confusión de la duda, colándose violentamente entre dos escalones junto al resto de la pierna, y cayendo al vacío, toda vez que el derecho también naufragaba, empujados ambos por mi discreto tonelaje estival, en un descenso vertiginoso que solo pudo detenerse al impacto solemne y monumental de todo mi hueverío contra el primero de los escalones, una pierna por dentro de la escalera y otra por fuera.
Así, quedéme, como dice Jose Feliciano en La copa rota, aturdido y abrumado por la duda de los huevos, e hízose tal silencio en derredor que entreguéme yo al lento recitado de salmos así como otros simpáticos dichos populares arameos, culminando tan notable suceso con la vieja máxima gala: on ne saurait faire d’omelette san casser des oefs; no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos. Ni tampoco, en fin, hoy lo sé y a Dios pongo por testigo, subirse a una tabla de body en la piscina.