domingo 24  de  marzo 2024
PERIODISTA Y ESCRITOR SATÍRICO

Voy a una boda

No hay nada que estropee más la estética de una boda que un tipo que se levanta para ir al baño y en su tambaleante recorrido toca todas las mesas antes de encontrar la salida. Si uno no es capaz de mantener la vertical, está en riesgo de alzar la voz en la boda y declarar contra el novio

Diario las Américas | ITXU DÍAZ
Por ITXU DÍAZ

Tengo una amiga que se casa y, en un acceso de locura, ha decidido invitarme a la boda. Esto quiere decir que estaré las próximas 24 horas comiendo marisco y bebiendo vinos y cócteles, y las siguientes dos semanas postrado en cama, intentando recordar la clave de mi tarjeta de crédito, y recuperándome de los excesos que habrán martirizado mi hígado. Casi todas las cosas buenas atacan al hígado, que tampoco es un órgano demasiado importante, al menos si lo comparamos con el corazón. No obstante, no recomiendo a nadie sacarse el hígado, ni siquiera durante unas horas para acudir a una fiesta, porque a la vuelta puede que nada funcione. El cuerpo humano es quizá lo más caprichoso que hay en la naturaleza, porque habiendo si dotado de entendimiento, es incapaz de comprender la separación de un órgano vital durante unas horas sin liar un colapso de mortales dimensiones.

Con cada boda me siento un poco más joven; y esta es la estupidez que todo articulista puede permitirse escribir una vez por columna. De todos modos, la juventud no es exactamente un sentimiento, sino más bien un sometimiento, el de caminar esa decrepitud que todo lo invade, que te hace bailar con pereza en el tronco pero con una nerviosa agilidad en los pies, como Luis Aguilé. A propósito, el añorado cantante argentino es el prototipo de convidado a una boda. Es probable que toda su maravillosa carrera comenzará en el convite de una boda y aquello se le fuera de las manos hasta acabar en La Chatunga.

Se liga un montón en las bodas, aunque no tanto como en los funerales. Celebro no estar ya en el mercado porque debe ser terrible tener que conquistar a alguien bailando después de beber tanto vino, y con las patas de una langosta colgando del traje. Las chicas van al cuarto de baño, se retocan, y salen transformadas en belleza. Pero un chico es absolutamente incapaz de ocultar ese color rosado en los mofletes, señal inequívoca del asistente a bodas en estado de incipiente embriaguez.

El asunto de la verticalidad es fundamental. No hay nada que estropee más la estética de una boda que un tipo que se levanta para ir al baño y en su tambaleante recorrido toca todas las mesas antes de encontrar la salida. Si uno no es capaz de mantener la vertical, está en riesgo de alzar la voz en la boda y declarar contra el novio, o de sacar a bailar a la viuda. Toda boda tiene su viuda pero no se parece nada a la de las canciones de Sabina.

Hay muchas flores en las bodas y eso se agradece. Las flores nos alegran la vida y son símbolo de libertad, incluso aunque vayan cautivas en la cabeza de ciertas señoras. A veces también nacen en las solapas de los hombres, pero esas son al revés, son flores que tienen cautivos a los señores, que desearían deshojarlas, pedir otro cóctel, y salir de allí en cualquier dirección diferente a la de las flores.

Un invitado a una boda solo ha de dejarse llevar. Por suerte se ha extinguido esa costumbre de meter a todos los amigos en un avión y trasladarlos a una boda sorpresa en el Golfo Pérsico; tal vez porque últimamente las bodas cristianas no están bien vistas en esas latitudes. Además, el factor sorpresa impresiona muy poco a los invitados, que lo que desean es que la rutina ceremonial, la melancolía, el vino, y los ojos bonitos de las chicas guapas les arrastren lentamente por el camino de la dulce monotonía nupcial hasta acabar en cama, casi inconscientes, a la hora del vapor de madrugada. Ese instante crepuscular en el que, después de tantas canciones de Daddy Yankee perpetradas, uno desearía tener fuerzas para ponerse a leer en cama un poema de Rilke, y enmendar la osadía musical, sin necesidad de calzarse los párpados con palillos para evitar sucumbir al sueño de los borrachos. Que pasan los siglos y el éxito de una boda sigue siendo emborrachar a todo el mundo lo suficiente como para que nadie pueda recordar nada después, y la magia de aquel idilio nupcial impregne para siempre la memoria colectiva.

Voy a una boda. Me siento razonablemente joven. Y llevo horas ensayando el movimiento de pierna suelta del gran Luis Aguilé.

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