viernes 17  de  octubre 2025
OPINIÓN

El odio al servicio de la ideología

Si el 18 de octubre enseñó algo, fue que ninguna sociedad sobrevive al desprecio de sí misma, de su historia, de su patrimonio, de su cultura, de sus instituciones y de la religión

Por Juan Carlos Aguilera - Han pasado seis años desde la rebelión del 18 de octubre del 2019. Desde el punto de vista de la finalidad de dicha rebelión, podemos afirmar que buscaba subvertir el orden institucional, lo que llevó a reconocer al presidente de la república en ejercicio, que se trató de un “golpe de estado blando”.

La salida política del estado de violencia fue un acuerdo político denominado: paz social y una nueva constitución. Acuerdo del que se autoexcluyó institucionalmente la extrema izquierda representada por el Frente Amplio y el Partido Comunista, respectivamente.

Transcurridos seis años de la rebelión de octubre, pasando por dos procesos constituyentes y ocho elecciones políticas de diversa índole, la promesa de la paz social y la nueva constitución ha sido una promesa incumplida. Más aún, la violencia política del 18 de octubre no ha mermado, sino que se ha ampliado a dimensiones insospechadas como, por ejemplo, asesinatos por encargo asociados al narcotráfico y al crimen organizado.

La violencia vivida tiene su origen en el odio, que tiene como objetivo la división y cuyas armas son la mentira, la falsedad y el ultraje. El odio trae aparejada la fiebre de la intolerancia y un estado de permanente inseguridad e intranquilidad social. Cuando el odio se transforma en costumbre, en cierto sentido, se produce la corrupción de la sociedad.

El odio es irracional, va contra la razón —el órgano de lo común, como recordaba Hannah Arendt—. De ahí que se pueda caracterizar como un mal de la inteligencia, que impide ordenarse a la verdad que hace posible la deliberación y el entendimiento entre quienes vitalizan la sociedad política. El odio es también un mal de la voluntad, en cuanto nubla las posibilidades de realizar el bien de la vida en sociedad: la amistad cívica o política. Extraviadas la razón y la voluntad, la libertad queda prisionera del odio o simplemente aplastada por la violencia y el topos de la sociedad política; la ciudad, se convierte en cárcel y el derecho, aniquilado por la injusticia y la arbitrariedad pasional, pierde todo sentido.

Cuando el odio se convierte en principio de acción que rompe y aniquila las relaciones personales, atenta directamente contra la unidad, característica primera de la sociedad política y de cualquier tipo de sociedad. Rota la unidad y el orden que dan sentido a la vida societaria, la desconfianza inaugura un nuevo tiempo en el que el desorden social alcanza la vida personal: se trata de la sociedad de la sospecha y de la corrupción antecedidas por la tiranía de la igualdad. De este modo, adquiere plena vigencia el divide et impera, divide y vencerás, inoculando los gérmenes del odio: la soberbia, la ira, la envidia, el rencor, la arrogancia, la murmuración, la difamación, la codicia, la avaricia, el engaño, la hipocresía, la falsedad, la venganza, la discordia, en suma.

El odio en cuanto pasión desordenada leído en clave política, es “el reino de lo irracional y los estados que aceptan la soberanía del odio aceptan también la soberanía de lo irracional, que se manifiesta históricamente de mil maneras: conquistar para destruir, construir para demoler, conservar para perder, acumular para derrochar, alimentar para agotar, fundar un orden para desahogar una voluntad arbitraria, destruir en un día lo que generaciones enteras supieron construir. Suicidio de la fuerza, denominó un historiador a este drama del odio”.

Los pueblos que olvidan aquello se condenan a vivir bajo la fuerza y la política que se apoya en el miedo sólo puede engendrar servidumbre. La pasión igualitaria que -literalmente incendió a Chile-, prometía fraternidad se convirtió así en su contrario: envidia y nivelación por resentimiento.

Por eso, el desafío de Chile no consiste sólo en restaurar el orden externo, sino en vencer al odio. El tónico para ello, la amistad cívica, esa forma de benevolencia que permite coexistir sin odio y discrepar sin enemistad, condición práctica de toda vida republicana. Sin ella, la libertad se corrompe y la justicia se desdibuja. Pero cuando florece, el odio pierde su reino, el poder recobra su medida y la política vuelve a ser arte de lo posible y no ejercicio del rencor.

Si el 18 de octubre enseñó algo, fue que ninguna sociedad sobrevive al desprecio de sí misma, de su historia, de su patrimonio, de su cultura, de sus instituciones y de la religión. Sólo donde la verdad se dice, la palabra se cumple y el bien se busca en común, puede volver a nacer la patria. Y tal vez entonces, lo que fue herida y extravío, llegue a ser también memoria y advertencia.

Vencer al odio, es el auténtico desafío para el nuevo gobierno que se instalará el 11 de marzo del 2026, para ir dejando atrás el “cambalache” de los promotores del odio, que intentaron por la vía de la violencia, matar el alma de Chile; no lo consiguieron, porque la violencia no es la partera de la historia, sino la libertad en el tiempo.

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