lunes 17  de  marzo 2025
PERIODISTA Y ESCRITOR SATÍRICO

Un mástil y una bandera

MADRID.- Tiembla el mapa que tengo en mis manos, como en las de un abuelo. Es Miami, 1930. Arrugado, oscurecido. Indescifrable. Es Miami y son todas las ciudades. Los años 30, los 20, quizá los 10, eran esto.

Diario las Américas | ITXU DÍAZ
Por ITXU DÍAZ

MADRID.- @itxudiaz

Días de fundar ciudades. Tiendas de pescado en blanco y negro. Palmeras despeinadas. Marineros de blanco y lazo. Sombreros panamá de cinta negra. Pamelas, ellas, con vestidos crema ceñidos en la cintura. Los niños, encaramados a las balaustradas o asomados al muelle. Decenas de pequeñas piernas colgando sobre el mar. Tardes de brillos de oro y azul, piel tostada, y ojos muy abiertos, viendo los yates llegar y partir. Días de bullicio en la calle. De baile en la plaza. Días sin secretos que ocultar; en ciudades pequeñas como familias grandes.

Los primeros edificios hasta el cielo coronan la fotografía, ya tan arañada. Quince o veinte plantas y después un tejado en pico o una torre; cúpula ocre o gris que se funde con las nubes sepia del paso del tiempo. La playa, hoy como ayer, pero de otro siglo. La batalla siempre frente el mar. Los huracanes, que acechaban. Las tropas en línea, los grandes buques, y el valor de esos cientos de hombres al mando de lanchas Patrol Torpedo, al sucumbir la vida a la muerte de la Segunda Guerra Mundial.

Tiembla el mapa que tengo en mis manos, como en las de un abuelo. Es Miami, 1930. Arrugado, oscurecido. Indescifrable. Es Miami y son todas las ciudades. Los años 30, los 20, quizá los 10, eran esto. Nerviosa historia de saltos tecnológicos. Cuando cada avance lo hacían los hombres horadándolo en el túnel del tiempo con sus propias manos. Y veo la zanja aún fresca por la que correría el ferrocarril alrededor de 1896. Como todos los trenes, llevando y trayendo siglos de prosperidad por todo el mundo. Ruta también de oro, de disputas, de encuentros, y de miles de despedidas inmortalizadas en estaciones rebosantes de romanticismo, que parece haber nacido ya envejecidas, con esos hombres blandiendo alguna prenda por la ventanilla. Camino sin retorno a la guerra, unas veces. Camino de El Dorado y el mañana, otras.

Y las casas de madera, compactas, alineadas, en hileras de colores desiguales. Las ventanas grandes, de cristales delgados y temblorosos, que estallaban con cualquier golpe de la naturaleza. Los balcones, sus delgados pilares, debajo el porche para los días de calor. Y a la vuelta de la esquina estaba la prosperidad, y esos coches bajo lonas gruesas y oscuras, y tantos parques para tantas fiestas. Noches de baile y familia. Cenas de punta en blanco. Amor entre bellezas e ingenuidades, en el tímido cruce de miradas en la noche de un marinero de gala y una joven resplandeciente, en el tumulto de la verbena.

Había señores de traje y sombrero en la playa. Y sombrillas en dos colores, azul marino y granate. Y la gente todavía sabía disfrutar del aroma del mar sin la obsesión por exhibir el bronceado y el cuerpo más delgado. Nuestros abuelos iban a la playa a verla y a respirar, no a verse y a respirarse. Y se alquilaban ya sillas de playa de listas azules y blancas, y algunas tenían un tejadillo con flecos. Creo que hubo un tiempo en que todas las cosas de la playa tenían flecos y no sabría explicar por qué.

Las paredes blancas de la iglesia para los días de mirar al cielo. Preciosas plantas que elevaban el alma, que aún los templos las construían los creyentes y no los enemigos de la fe, militantes de la secta del hormigón al descubierto. Llevaban sus gorritas los estudiantes, bien lustrados los zapatos, y tablas académicas nacían en las faldas de las chicas. Que tenían los colegios también esa belleza arquitectónica en medio del páramo, que invitaba a leer, a adentrarse en la vida a través de la historia, la filosofía, y la ciencia, que invitaba a crecer. Aún había un mástil y una bandera, y algo que respetar. Y un montón de maestros gordos y con bigote, muriendo por enseñar a sus niños la lección más importante: la vida, el bien, y el mal. Y si había mucha disciplina, también caían tardes de solaz, el beso del agua y las dunas verdes, la posibilidad de un tronco cortado donde sentarse a escuchar el extinto silencio de la costa de otro siglo.

Fueron muriendo los tiempos de fundar ciudades, de heroicas gestas. Nos quebraron el sosiego por los ayeres esas bombas sofisticadas. Se nos apareció la amenaza recogida en el tango Cambalache de Enrique Santos, inmortalizado por Gardel, y se extendió como el Atlántico sobre las orillas en sus días de furia, como el luto en el funeral de los viejos tiempos, en el lento destierro de la belleza.

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